David Le Breton:
Antropología del dolor.
Barcelona, Seix Barral, 1999.
Por José Luis Solana Ruiz
La presente obra de David Le Breton, sociólogo y antropólogo profesor
en la Universidad de Estrasburgo, constituye un nuevo capítulo en su
proyecto de elaborar una antropología del cuerpo, proyecto que ha ido
desarrollando en obras anteriores como Anthropologie du corps et
modernité (1990) (de cuya traducción al castellano, en la editorial
bonaerense Nueva Visión, realicé una reseña en el número 12 de nuestra
Gazeta de Antropología), Des visages (1992) o La chair à vif. Usages
médicaux et mondains du corps humain (1993).
De nuevo Le Breton pone a nuestra disposición y disfrute un libro
plagado de virtudes: tema de indiscutible interés, bien escrito,
erudición, profundas reflexiones sobre el significado del sufrimiento,
perspectiva interdisciplinar, capacidad para captar la
multidimensionalidad del fenómeno estudiado.
El autor nos muestra cómo el dolor no es una mera reacción anatómica y
fisiológica objetiva sentida de manera más o menos igual por todos, no
es una reacción mecánica del organismo corporal a determinados
estímulos (la crítica a las concepciones mecanicistas del cuerpo es
una constante en las obras de Le Breton), sino que se halla sujeto a
modulaciones y variaciones sociales, culturales, simbólicas e
individuales. Abordar el dolor desde un punto de vista antropológico
es preguntarse por la trama social y cultural que lo impregna, sin
olvidar, a la par, la dimensión individual (es decir, que todo dolor
tiene para los individuos que lo sufren un significado y una
intensidad singular). Además, el dolor, como el cuerpo, posee también
una señera dimensión simbólica, está configurado por valores y
significados.
En la primera parte, se ocupa de las experiencias y formas del dolor
(dolor agudo transitorio, dolor señal de la presencia de una
enfermedad, dolor crónico, dolor total), concluyendo con una reflexión
sobre lo que el dolor tiene una vertiente de hecho íntimo y personal
que escapa a toda tentativa de describirlo; es un fracaso del
lenguaje, y de aquí el recurso al grito, al gemido, a las mímicas
quejumbrosas del rostro y a las retorcidas crispaciones del cuerpo. Y
por sumergir al sufriente en un mundo de sensaciones inaccesibles a
los demás, el dolor lo distancia de los otros. La sinceridad del dolor
se halla siempre en entredicho, pues éste no resulta siempre evidente
para los demás; nos creemos su dolor si creemos sus palabras, lo que
el sufriente nos dice que le duele, sin poder aportar él prueba alguna
de su dolor.
La segunda parte se centra en los aspectos antropológicos del dolor.
La antropología pone en evidencia las dimensiones simbólicas de la
corporalidad humana y del dolor, iluminadas ya por LéviStrauss en su
artículo sobre «La eficacia simbólica», escrito en 1949 y recogido en
su Antropología estructural. El efecto placebo revela igualmente con
claridad los aspectos simbólicos del dolor, a la par que muestra el
enraizamiento de la realidad corporal en el núcleo de lo simbólico.
Además, experiencias relacionadas con la convicción o la duda
expresadas por un médico o un terapeuta en la intervención, la terapia
o el medicamento aplicados; con el tipo de vínculo social que se
establece con el enfermo; y con algunos casos de hipnosis en los que
se provocan sufrimientos sin que exista lesión corporal alguna,
revelan el carácter simbólico del sufrimiento.
El reconocimiento del carácter simbólico del cuerpo rompe con el
modelo dualista de la metafísica occidental que separa cuerpo y alma,
lo orgánico y lo psicológico. Modelo a partir del cual se disocian dos
tipos de dolores: los biológicos o corporales, de los que se ocuparán
los médicos; y los espirituales o psicológicos, potestad de los
psicólogos y psicoanalistas. Contra este modelo dualista se ha alzado
un enfoque psicosomático, que concibe al ser humano como la
interrelación entre un soma y una psiquis. Pero este enfoque sigue
siendo demasiado dependiente de la herencia dualista, pues entiende al
hombre como una suma de dos elementos (el orgánico y el psicológico)
distintos e independientes. A la alternativa psicosomática Le Breton
contrapone una perspectiva psicosemántica y fisiosemántica basada en
el paradigma de lo simbólico.
Pero al ocuparse de la dimensión simbólica del dolor en el texto se
desliza un sesgo culturalista o simbolista tendente a negar la
dimensión biológica, orgánica y fisiológica del cuerpo. Obsérvese si
no la siguiente afirmación: «El cuerpo no es una colección de órganos
y de funciones dispuestas según las leyes de la anatomía y de la
fisiología, sino ante todo una estructura simbólica.» (pág.71). Para
evitar el reduccionismo simbolista negador de la dimensión biofísica,
en el que a mi modesto parecer, incurre el texto antecitado, debería
escribirse algo como: «El cuerpo no es sólo una colección de órganos y
funciones dispuestas según las leyes de la anatomía y de la
fisiología, sino también y de modo igualmente fundamental una
estructura simbólica.»
Las relaciones del dolor con el mal y la moral, relaciones muy
presentes en distintas religiones y nucleares en toda la problemática
de la teodicea y el significado del mal, son el tema de la tercera
parte del libro. En ella se trata la relación entre sufrimiento, mal y
ámbito de lo divino en la Biblia, el dolor en la Reforma protestante,
la actitud del Islam hacia el dolor, el dolor en las espiritualidades
orientales (hinduismo, jainismo, budismo). En la Biblia la historia de
Job resulta emblemática con respecto a la cuestión del significado del
dolor. Esta historia indica que todo sufrimiento entraña un
significado a los ojos de Dios y que las razones de Dios son
inconmensurables para los hombres. Para la religión católica, el
sufrimiento tiene siempre un significado, nunca es inútil y gratuito,
pero su sentido puede escapar a la inteligencia humana; Dios sí lo
conoce y por esto sólo cabe encomendarse a Él.
Con perspicacia, Le Breton muestra cómo la cultura religiosa de cada
país, operando al modo de un inconsciente cultural, incide de manera
difusa sobre el modo como los médicos de ese país rechazan o permiten
los sufrimientos de los enfermos e ilumina las consecuencias morales
(entre ellas la concepción del dolor y el sufrimiento como justo
castigo por una falta moral cometida) que tiene el dolor incluso entre
personas no religiosas.
En la cuarta parte de la obra se acomete la construcción social del
dolor y aborda las coordenadas educativas (estudiando las influencias
condicionantes de los primeros años de vida en la manera como un
individuo reacciona frente al dolor), culturales (mostradas
fundamentalmente a partir de los estudios de Mark Zborowski, estudios
pioneros sobre la influencia de la cultura en la manifestación y
percepción del dolor), sociológicas y personales de éste, así como sus
aspectos contextuales.
Las sociedades humanas operan una ritualización del dolor, asignan un
significado al dolor y establecen las manifestaciones ritualizadas de
las que los individuos pueden servirse para expresar a los demás su
dolor. Establecen en qué circunstancias es de rigor soportar las penas
sin quejarse y en cuáles el dolor puede, e incluso debe expresarse
(quien no se lamenta cuando socialmente se espera que lo haga parece
negar a quienes le rodean su capacidad para prodigarle apoyo y
consuelo).
También en el personal sanitario (médicos, enfermeros, etc.) la
cultura (concepción del mundo, valores) condiciona el modo como
entienden y consideran las enfermedades y los dolores de sus
pacientes.
Ahora bien, la relevancia de la cultura no debe hacernos incurrir en
su reificación y homogeneización. Dos aspectos deben tenerse siempre
en cuenta. El primero, que «la cultura» no es monolítica, sino que se
halla fragmentada en culturas regionales y locales, rurales y urbanas,
generacionales, de sexo y de clase. A este respecto, Le Breton integra
las coordenadas sociológicas del dolor, mostrándonos cómo la realidad
y el significado del cuerpo, la salud, la enfermedad y el dolor
difieren en las distintas clases sociales. El segundo, que las
culturas sólo existen a través de los hombres que las viven: «Cada
hombre se apropia las coordenadas de la cultura ambiente y las vuelve
a representar de acuerdo con su estilo personal. La relación íntima
con el dolor no pone frente a frente una cultura y una lesión, sino
que sumerge en una situación dolorosa particular a un hombre cuya
historia es única incluso si el conocimiento de su origen de clase, su
identidad cultural y confesión religiosa dan informaciones precisas
acerca del estilo de los que experimenta y de sus reacciones»
(pág.172). No pueden ignorarse, a riesgo de reduccionismo, las
coordenadas personales del dolor. Cada individuo, más allá de sus
condicionamientos culturales, sociales y grupales, reacciona al dolor
con su estilo propio. La reducción del enfermo a un estereotipo de su
cultura o de su clase, en virtud del cual podría atenderse a partir de
un repertorio de recetas comunes, resulta tan errónea como la
indiferencia ante sus orígenes culturales y sociales: ambas son
maneras de «podar la complejidad» (pág.172). Concluye esta parte con
unas reflexiones sobre la gestión social del dolor y el dolor como
estatuto social.
Y finalmente, como hemos apuntado, tampoco debe obviarse el contexto
del dolor. La reacción (queja, estoicismo, etc.) del individuo
sufriente ante su dolor varía en función de las circunstancias y de
las personas que le rodean. El ambiente y los períodos temporales
(día/noche) inciden en el modo como los enfermos asumen sus dolencias
y reaccionan ante ellas, así como en el grado de sensibilización al
dolor. Las actividades y el entretenimiento distraen la atención del
paciente sobre su dolor, mientras que la inactividad y el ocio,
durante el cual el individuo termina centrando su conciencia en su
infortunio, lo agravan.
La cuarta parte ilustra la modificación operada durante la modernidad
en la experiencia y concepción del dolor, mostrando de algún modo su
historicidad.
Durante el siglo XIX y comienzos del siglo XX en el campo europeo, las
exigencias del trabajo no dejan tiempo para ocuparse de las dolencias;
se sigue trabajando mientras se pueda: es una cuestión de
supervivencia, y el dolor se sobrelleva con resignación, siendo muy
alto su umbral de tolerancia. Muchos dolores (como el de muelas) no
eran curados, sino más bien extirpados.
Pero con la extensión de la anestesia en la práctica médica se generó
un cambio de mentalidad colectiva con respecto al dolor, que deja de
verse como algo inexorable, a la par que el umbral de tolerancia al
dolor va decreciendo conforme se extiende el uso de productos
antálgicos. El sufrimiento pierde todo significado cultural o moral
para tornarse un sin sentido. En la sociedad contemporánea, el dolor
ha dejado de concebirse como inherente a la propia condición humana.
La medicina da a entender que todo sufrimiento puede tener alivio. Las
personas se desentienden de su dolor y se ponen en manos de
especialistas de quienes esperan la curación o el alivio de sus
dolencias; los individuos se autoconciben como carentes de recursos
propios para enfrentar el dolor, fiándolo todo a los médicos. Diversos
estudios de sociología y antropología, referidos por nuestro autor,
constatan cómo en la actualidad ha disminuido el umbral de tolerancia
al dolor.
En la parte final del libro, Le Breton resalta algunos de los usos
sociales del dolor. Comienza refiriéndose al martirio en la tradición
cristiana (desde san Ignacio y san Justino hasta santa Teresa de
Jesús, pasando por san Lorenzo y santa Justina) como caso ejemplar del
uso del dolor a modo de ofrenda y como una experiencia en la que se
otorga un significado eminente al dolor libremente consentido.
Posteriormente, ilumina la alegación del dolor como una estrategia, a
veces inconsciente, para, por medio de la compasión o la culpabilidad
que induce en los otros, obtener atención y reconocimiento de los
demás; y estudia el dolor consentido de la cultura deportiva (el boxeo
como modelo ejemplar del empleo social del dolor), el dolor como
instancia de educación y moralización de las conductas y el infligir
dolor (tortura, suplicios, etc.) como medio de dominio o castigo.
Termina refiriéndose a las experiencias dolorosas por las que los
ritos iniciáticos realizados en distintas sociedades exigen pasar a
los individuos (como los ritos de circuncisión de los muchachos y de
clitoridectomía de las muchachas en la cultura bariba, el ritual de
paso a la edad adulta de los jóvenes aques, el rito de iniciación de
los mandan descrito por Catlin en su obra sobre los indios de la
pradera, el rito de iniciación masculina so de los beti del sur de
Camerún) y a la utilización del dolor como apertura al mundo.
El dolor nos desgarra, quiebra nuestra unidad vital, la dualiza en
tanto que clara manifestación del antagonismo entre la realidad y el
deseo; transforma la vida en enemiga y disminuye el placer de vivir;
nos recuerda, en definitiva, nuestra finitud, la precariedad y
contingencia de nuestra condición. Pero (y quizás precisamente por
revelar nuestra finitud) el dolor es signo de nuestra humanidad, pues
si aboliésemos nuestra facultad de sufrir terminaríamos aboliendo la
propia condición humana: «La fantasía de una supresión radical del
dolor gracias a los progresos de la medicina es una imaginación de
muerte, un sueño de omnipotencia que desemboca en la indiferencia a la
vida. (...) Una imaginación tal implica la pérdida del placer, y por
lo tanto del gusto de vivir, puesto que comporta la supresión de toda
sensibilidad. Como lo demuestra la experiencia, la anestesia del dolor
implica también la del placer. Al eliminar la sensibilidad al
sufrimiento, también se insensibiliza el juego de los sentidos, se
suspende la relación con el mundo. Si el dolor es una crueldad que el
hombre tiene todo el derecho de combatir, el sueño de su eliminación
de la condición humana es un cebo que encuentra en la palabra que lo
enuncia su único principio. El dolor no deja otra opción que
reconciliarse con él» (págs.212213). Contra la ilusión de no sufrir,
Le Breton nos aconseja aprender a sufrir mejor para sufrir menos. En
definitiva, un libro riguroso, penetrante y hermoso sobre un tema que
a todos nos afecta.