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LA BENDICIÓN ESTÁ JUNTO A LA

la bendición está junto a la herida: una conversación con héctor aristizábal acerca de la tortura y la transformación por dia
06 Jun, 2023
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Transcript

LA BENDICIÓN ESTÁ JUNTO A LA HERIDA:
Una Conversación con Héctor Aristizábal acerca de la tortura y la
transformación
Por Diane Lefer
Traducida por Margarita Raimúndez
Esta traducción se publicó en la revista La Nueva Tendencia.
Héctor Aristizábal nació en Medellín, Colombia, una ciudad plagada por
la violencia generada por el narcotráfico y varias décadas de guerra
civil. En el barrio humilde en el que se crió, los jóvenes eran
reclutados por los que él llama los cuatro ejércitos de la nación: el
ejército colombiano, la guerrilla marxista, los paramilitares de
ultraderecha, y los mafiosos de la cocaína. Aristizábal recuerda que
“enterré la mayoría de los niños con quienes jugaba fútbol”. Ya
adolescente, aceptó la idea de que la suya también sería una vida
breve. Se refugió en los libros y el teatro, y cuando logró ingresar a
la Universidad de Antioquia en Medellín, fue como “si me hubiese
ganado la lotería”.
En 1982, Aristizábal se encontraba trabajando como actor y director,
y, a la vez, estudiando psicología, cuando la casa de su familia fue
allanada por el ejército. Bajo el Estatuto de Seguridad “versión
colombiana del Patriot Act” el gobierno invitaba a los cuidadanos a
informar toda actividad sospechosa de ser subversiva o terrorista.
Durante la semana de elecciones presidenciales, Juan Fernando, hermano
menor de Héctor, se encontraba acampando con sus vecinos. Debido al
mal tiempo, buscaron refugio en la iglesia del pueblo. El sacerdote
los escuchó hablando de política. Los denunció con la policía quien, a
su vez, informó al ejército. Durante el allanamiento, los soldados
encontraron literatura “subversiva”. Aristizábal y su hermano fueron
detenidos, para interrogarlos.
A Juan Fernando, lo encontraron culpable de portar un arma subversiva
(un machete), y fue encarcelado. Luego de someterlo a varias torturas:
un simulacro de ejecución; golpes a todo el cuerpo; la “picana” a sus
genitales; “el potro” (ser colgado con los brazos atrás y estirado al
máximo); y la sumersión en agua, forzada y repetida, hasta casi
ahogarlo; a Aristizábal lo dejaron en libertad.
Aristizábal permaneció en Colombia otros siete años, continuando su
labor de activista de derechos humanos, de psicólogo y de actor.
Durante este período, muchos amigos fueron asesinados y, en varias
oportunidades, él también fue amenazado de muerte. Finalmente, en
1989, pudo fugarse a los Estados Unidos. Aristizábal se casó con una
mujer norteamericana y se instaló en Pasadena, California donde
regresó a los estudios. Se graduó de Pacific Oaks College, en terapia
familiar y de niños. Como terapista, trabaja con personas que han
sobrevivido la tortura, pandilleros, prisioneros, pacientes con SIDA,
y familias de inmigrantes de bajos recursos. Es el cofundador del
Proyecto de Paz de Colombia, el Proyecto de Fondos para los Niños de
la Paz, y el Centro para Teatro de los Oprimidos de Los Angeles.
Desarrollado por el artista y activista brasileño Augusto Boal, el
Teatro de los Oprimidos (“TO”) es un arsenal de técnicas teatrales que
invitan a la acción y el pensamiento creativo para transformar
problemas sociales y económicos. Boal trabajó con los pobres de Brasil
hasta 1971, año en que fue arrestado por la dictadura militar de su
país. Obligado al exilio, viajó primero por varios países
latinoamericanos, instalándose finalmente en Europa. Durante su exilio
en ese continente, Boal trabajó con personas entablando lucha con
opresiones más interiorizadas, diferentes a las represiones externas y
directas, como son las de los gobiernos militares de América Latina.
Para continuar su labor bajo estas nuevas condiciones, Boal adaptó sus
ideas.
Fue a través de nuestro interés mutuo en TO que conocí a Aristizábal
hace pocos años. Desde entonces quise saber más acerca de él, pero no
fue cosa fácil, ya que él siempre es un torbellino de movimiento
constante. Para lograr entrevistarlo, tuve que acompañarlo a lo largo
y lo ancho del condado de Los Angeles, robándole cualquier minuto
libre que tuviera. Nuestra primera reunión fue en el Programa de
Víctimas de Tortura (“PTV”), del cual Aristizábal es miembro de la
junta directiva, y donde ofrece su terapia no tradicional. Continuamos
durante su descanso en la sede de Cityscape, un programa de terapia
basado en las artes, también impulsado por él, y en el cual trabaja
como terapista. En Cityscape, las paredes están cubiertas con poemas,
dibujos y pinturas. Sus autores son niños y adolescentes
diagnosticados con desórdenes emocionales severos, y muchos de ellos
habían sido rechazados por otros programas terapéuticos.
Nuestra última conversación tuvo lugar en su casa, pero no sin dos
interrupciones: una, cuando fué a recoger a su hijo, y la segunda,
cuando llegó de visita un líder de la comunidad, quien llegó para
informarle de una balacera entre policías y pandilleros que había
tenido lugar a pocas cuadras de su casa. El visitante solicitó a
Aristizábal su participación en un diálogo entre ambas partes, con el
fin de evitar posibles represalias. Supe, en ese momento, que
evidentemente tenía cosas más urgentes que seguir respondiendo a más
preguntas.
Lefer: A menudo usas el dicho africano: “la bendición está junto a la
herida”. ¿Qué clase de bendición es posible encontrar en la tortura?
Aristizábal: Eso depende de la persona. Cada uno de nosotros que
sobrevivimos a la tortura o situaciones similares de vida o muerte,
debemos darle sentido a la experiencia: ¿por qué me sucedió esto? ¿por
qué sobreviví cuando otra gente no pudo? Buscamos sentido creando
narrativas acerca de nuestra vida. La narrativa dominante sobre la
tortura habla de nosotros como “víctimas,” pero yo no creo en
victimización. Los que hemos sido torturados, necesitamos encararlo
como un evento más en nuestra vida, no como algo que define quienes
somos. Cada vez que experimentamos circunstancias difíciles en nuestra
vida, ello puede despertar recursos internos. En lugar de sentirse
víctima, cada persona puede aprender lecciones que su propio ser
necesita. Esto es difícil de lograr, sobre todo inmediatamente después
del evento traumático. En la mayoría de los casos, necesitamos de un
tratamiento médico para los daños físicos o corporales, y de
psicólogos para los traumas emocionales. Estos son servicios que
ofrece PTV.
Lefer: Después de que los militares te dejaron en libertad, ¿se te
ofreció algún tipo de terapia?
Aristizábal: No, nadie pensó en ofrecerme terapia. Además yo no tenía
acceso a semejante lujo. Sin embargo, tuve personas que me escucharon
y amigos que me escondieron por temor de que el ejército me hubiese
dejado libre, sólo para luego matarme, cosa que han hecho con tantos.
También encontré gente que me protegió de mí mismo, que temían que
cometiera una estupidez ya que el deseo de vengarme me hervía la
sangre.
Desde entonces he intentado darle nuevo significado a la experiencia
de la tortura, como ritual de iniciación. En las sociedades
tradicionales, la iniciación marca el final de tu vida pasada y el
comienzo de algo nuevo. Luego de la experiencia horrible de
iniciación, si sobrevives, eres recibido de nuevo en tu comunidad. La
creencia es que a lo mejor regresas con un nuevo conocimiento que
puedas compartir.
Las personas pasamos por muchas experiencias difíciles, horribles, de
vida o muerte. No sólo la tortura accidentes, enfermedades,
depresión, divorcio, prisión, y aún, la adolescencia. Sin embargo, en
el mundo moderno y sobre todo en este país, no tenemos ceremonias o
rituales colectivos, que reintegren a los sobrevivientes a la
sociedad. Fíjate, sino, como recibimos a quienes regresan de la
guerra, uno de los rituales más macabros de la iniciación.
Para alguien que ha sido torturado, ésto es muy importante, ya que has
sido aislado, solo en un cuarto, con tu torturador. Michael
Nutkiewicz, director ejecutivo de PTV, ha escrito que la tortura
socava la creencia en las relaciones, dejándote perdido en un vacío
interior.
Maher Arar, el ciudadano canadiense a quien los Estados Unidos envió a
Siria para ser torturado, fue citado en el New Yorker diciendo que el
dolor al ser torturado era tal, que olvidas hasta el sabor de la leche
materna.
Durante la tortura, pierdes tu comunidad, tu lenguaje, tus relaciones.
Todas estas conexiones se rompen. Quienes hemos sido torturados
tenemos que reconectarnos con el mundo exterior. Si no lo hacemos,
recreamos, una y mil veces, ese aislamiento vivido en la cámara de
tortura. Para sanar, debemos encontrar la llave que nos ayude a abrir
la puerta del calabozo. En mi caso, esa llave ha sido el continuar
trabajando por la justicia y la abolición de la tortura.
Aún se me retuercen las entrañas cuando veo las fotografías de Abu
Ghraib, o leo en los periódicos acerca de la “rendición”, práctica
según la cual los Estados Unidos envía gente a otros países para ser
torturados. O cuando pienso en los 500 civiles, muchos de ellos
inocentes, prisioneros en Guantánamo, y sin ningún derecho a juicio.
En este preciso momento, mientras hablamos, la comisión de derechos
humanos de las Naciones Unidas está trabajando para aclarar el
convenio contra la tortura. Sin embargo, la delegación norteamericana
se encuentra en Ginebra, haciendo lo imposible para que el lenguaje se
mantenga ambiguo. La administración de Bush no tiene pudor en este
sentido. Igualmente, como ciudadanos que creemos en los derechos
humanos, no podemos escatimar esfuerzos para desenmascarar la inhumana
racionalidad de quienes intentan justificar la tortura.
Lefer: Los Estados Unidos han usado muchas herramientas de represión
contra los cuidadanos de otros países. ¿Piensas que nuestro gobierno
algún día utilice estas mismas herramientas contra su propios
cuidadanos?
Aristizábal: Sería muy presuntuoso de mi parte predecir el futuro,
pero en Colombia, de donde soy originario, sabemos que cientos de
miembros de nuestro ejército han sido entrenados en técnicas de
tortura en la Escuela de las Américas, en Fort Benning, Georgia. En el
2000, el Congreso intentó desmantelar la escuela, como resultado de
las presiones de SOAW (School Of the Americas Watch). Sin embargo, el
Departamento de Defensa simplemente le cambió el nombre. Ahora se
conoce como el Western Hemisphere Institute for Security Cooperation
(Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en temas de
Seguridad). Pero todos sabemos que allí continúan entrenando soldados
en la llamada guerra contra la insurgencia. Colombia envía miles de
oficiales militares a este sitio, y la policía colombiana y otros
militares, también son entrenados en Lackland Air Force base en Texas.
En Colombia estamos concientes de estos hechos, pero la mayoría de los
ciudadanos de este país ignoran lo que está escondido a simple vista.
Recientemente, la administración Bush ha comenzado a aplicar las
cláusulas represivas del Patriot Act. Espero que esto despierte a la
población de este país en relación a los niveles de represión civil
que vivimos a diario en otros lugares del mundo.
Lefer: Volvamos por un momento a la noción de “la bendición está junto
a la herida”. Según entiendo, dices que tu experiencia de haber sido
torturado te ha dejado con el compromiso de luchar para abolir la
tortura, y la necesidad de ofrecer tu ayuda a otros sobrevivientes.
Sin embargo, ya trabajabas para los derechos humanos y la justicia
social antes de ser arrestado. No me queda claro que tu trabajo sea
sólo el resultado de aquella experiencia.
Aristizábal: Tal vez me dio un nuevo enfoque e intensificó mis
convicciones y deseos. Por mucho tiempo, durante la “guerra sucia” en
Colombia, cuando muchos de mis amigos estaban siendo asesinados a mi
alrededor, mi meta era sobrevivir. Pero después de ser torturado, eso
cambió. Ya no era sólo sobrevivir, pero vivir una vida que tuviera
sentido. Algunas veces al sobrevivir una experiencia terrible
encontramos las semillas de nuestra identidad.
Hay un poema de Miguel de Unamuno que, si mal no recuerdo, reza:
“Lánzate como semilla... de los frutos de tu trabajo algún día podrás
recogerte”. Una manera de interpretar esta metáfora tiene que ver con
el reconocimiento de nuestros dones o talentos, que, al descubrirlos,
no nos queda más remedio que compartirlos. A veces ese don aparece
como resultado de una herida.
Mi hermano menor, Hernán Darío, era homosexual, y se crió en una
sociedad homofóbica, que lo rechazó por su identidad sexual. El amor
que se le negó causó en él tal dolor, que buscó en la droga algún
consuelo. Por otro lado, y a pesar de su adicción, mi hermano tenía un
gran amor por las plantas y los jardines. Sin formación ni como
botánico ni jardinero, poseía, sin embargo, una habilidad innata.
Cierta vez, un mafioso caleño lo contrató para que le diseñara su
jardín, sin escatimar costos. Mi hermano dejó la droga y la
prostitución, y se dedicó de lleno a la realización de este gran
sueño. Su vida se transformó al presentársele la oportunidad de
realizar lo que más lo apasionaba.
Lefer: Que ironía que, precisamente, la mafia colombiana fuera su
salvación.
Aristizábal: No fue por la mafia, sino por su verdadera pasión.
Después de disfrutar de su maravilloso jardín unos pocos meses, el
mafioso mandó pavimentarlo, creando así más espacio para sus carros.
También ordenó la tala de un bosque pristino para dar lugar a una
nueva entrada a su finca. Era un hombre violento e ignorante, cuya
arrogancia terminó destruyendo lo que mi hermano más amaba.
Mi hermano dejó de trabajar para el mafioso, sin importarle el dinero
que estaba ganando. Pocos años más tarde, mi hermano murió de SIDA.
Pero, antes de morir, había tenido la oportunidad de realizar un
pedazo de sus sueños, permitiéndonos reconocerlo. El, finalmente, pudo
ser visto, que es el verdadero significado de la palabra “respeto”,
del latin respicere: “ver de nuevo, ser visto”. “Respetar” es la
acción de mirar a alguien y ver, realmente, quien es.
Lefer: De todos modos, me parece irónico que un mafioso haya tenido
una influencia positiva en la vida de tu hermano.
Aristizábal: La mafia colombiana ha penetrado nuestras vidas a muchos
niveles, influenciando nuestra política, nuestra economía, y aún
nuestra psiquis. En los años 80, el cartel de Medellín ofreció al
gobierno pagar la deuda externa colombiana. Esa hubiese sido una forma
increíble de demostrarle a los Estados Unidos que nosotros también
tenemos criminales poderosos. Por supuesto, la hipocresía de nuestros
líderes políticos no permitió que aceptaran la oferta, aunque está
bien documentado que continúan recibiendo dinero de los mafiosos, para
financiar sus campañas políticas.
Por otro parte, el gobierno colombiano siempre ha obedecido los
dictámenes del Fondo Monetario Internacional (“FMI”). Cuando el FMI
ordena “Privaticen”, nuestro gobierno no duda en vender nuestros
recursos naturales a las transnacionales criminales. Por ejemplo, las
minas de carbón de La Loma, ahora le pertenecen a la Compañía
Drummond, con sede en Alabama, que ha sido demandada, en los mismos
Tribunales de los Estados Unidos, por conspiración para el secuestro,
la tortura y el asesinato. En el 2001, los dirigentes de Drummond
fueron acusados de contratar a grupos paramilitares para eliminar a
tres líderes sindicalistas. Además, las condiciones laborales en estas
minas no serían permitidas en los Estados Unidos. La Compañía Drummond
ha aumentado el peso permitido en los cargadores sobre ruedas, de 22 a
32 toneladas. A pesar de su gigantesco tamaño, estos carros no han
sido construídos para cargar semejante peso. Este sobrepeso provoca
una vibración del vehículo tal, que han dañado las columnas
vertebrales de numerosos trabajadores, con el resultado que algunos
han quedado permanentemente incapacitados. Las vibraciones craneales
también han generado síntomas de Parkinson’s.
No sé si esta forma inhumana de enriquecimiento es mejor o peor que la
de la mafia.
Lefer: La lucha contra los carteles de cocaína ha sido utilizada por
los Estados Unidos para justificar la ayuda militar a Colombia.
Aristizábal: El Plan Colombia fue formulado para eliminar el tráfico
de drogas y erradicar las cosechas de cocaína, pero hasta la fecha,
nada de eso se ha logrado. Millones de dólares han sido desperdiciados
en la política de la interdicción, sin embargo la demanda por el polvo
blanco no ha mermado. La oferta no ha sido afectada, la calidad
continúa mejorando y, en la calle, el precio de la cocaína no ha
sufrido ningún aumento. Lo que sí sabemos, es que el Plan Colombia
subsidia el entrenamiento de personal militar, las armas de
destrucción masiva y los productos químicos de Monsanto, utilizados en
la fumigación de los cultivos. Lo que parece extraño es la fumigación,
por ejemplo, en el departamento de Bolívar, donde nunca ha habido
mayor cultivación de coca. No es coincidencia que allí se encuentren
depositadas las minas de oro más grandes del mundo. Estas minas han
sido explotadas de forma artesanal por los mineros locales. Pero en
los últimos años, varios pueblos aledaños han sido fumigados. Cuando
la guerra química no es suficiente, también reciben la visita de los
grupos paramilitares: con sus masacres, provocan el desplazamiento
forzoso de mineros y campesinos que llevaban generaciones viviendo de
esas tierras.
Los químicos de Monsanto caen del cielo y no discriminan las hojas de
coca del resto de la flora y la fauna de estas regiones. Los
ornitólogos y los “birdwatchers” saben que Colombia es un paraíso de
aves sin igual en el mundo, ya que posee una biodiversidad
extraordinaria. Aún nuestros parques naturales algunos, patrimonio
de la humanidad están siendo envenenados con la excusa de la guerra
contra las drogas, y el deseo imperialista de apoderarse de nuestros
recursos naturales. El resultado en términos de población humana: más
migraciones forzosas en el interior de Colombia que en cualquier otro
país del hemisferio occidental. Entre 2.5 y 3 millones de personas
la mayoría campesinos, indígenas, y afrocolombianos han sido
expulsados de sus tierras ancestrales, y escindidos de su forma de
vida.
Lefer: Robin Kirk es una investigadora de Human Rights Watch que ha
escrito extensamente sobre el conflicto, y, a pesar del gran riesgo,
ha estado mucho tiempo en Colombia. Yo la he escuchado decir y no sé
si es la posición de Human Rights Watch que ella no se opone
totalmente a la ayuda militar para Colombia, porque ello nos permite
influenciar al gobierno.
Aristizábal: ¿Influenciar? Cuando las apropriaciones de dinero se
debaten en el Congreso, nadie se refiere a que si este dinero va a
ayudar a Colombia. El debate es sobre qué porcentaje del contrato para
helicópteros se le adjudicará a Sikorksy en Connecticut, y qué
porcentaje a Bell en Texas. Ellos se comprometen, y se reparten las
ganancias.
Yo me sentiría muy satisfecho si los ciudadanos estadounidenses
entendieran lo importante que es su papel en la historia. Que no es el
papel de ser un imperio. El mito de la Estatua de la Libertad solía
simbolizar una América dispuesta a recibir a los inmigrantes del mundo
que llegaban en busca del “sueño americano”. Hoy por hoy, esa estatua
parece estar navegando los mares, armada hasta los dientes, dispuesta
a invadir a quien le dé la gana, destruir su civilización, pisotear su
cultura y saquear sus riquezas. Justificando el nuevo mito en el
destino manifiesto de imponer los valores supremos del nuevo imperio:
democracia, cristiandad y capitalismo, al estilo norteamericano.
Disculpa, pero siento que estoy predicando y éso no es lo que me gusta
hacer. Mi trabajo hoy en día es el de crear espacios para imaginar,
conversar y escuchar. No es el de inculcarle a la gente una “verdad”,
ni decirle a nadie qué debe hacer.
Lefer: Eso me suena al entendimiento al que llegó Augusto Boal y que
lo inspiró a crear el Teatro de los Oprimidos.
Aristizábal: Sí. Hace más de 35 años, Boal y su compañía de teatro
viajaron al noreste de Brasil donde presentaron una obra de protesta a
un grupo de campesinos que habían sido desposeídos de sus tierras. La
obra terminaban con los actores alzando sus rifles en el aire y
haciendo un llamado a “derramar la sangre por la tierra”. Después de
la presentación, uno de los líderes campesinos dijo: “Muy bien.
Hagámoslo”. En ese momento, Boal se dio cuenta que no tenía derecho de
decirle a otros que tomaran riesgos que él no querría o no podría
tomar por sí mismo. En lugar de levantarse en armas, comenzó a usar el
teatro para ayudarle a la gente a articular sus propias metas y
estrategias.
Boal descubrió que los juegos de improvisación utilizados por actores,
podrían ser aplicados a las comunidades, para desarrollar la
imaginación y crear justicia social. A veces Boal trabajaba con
campesinos oprimidos para desarrollar obras de teatro acerca de sus
problemas reales que parecían insolubles. Luego, mientras la obra se
presentaba, los espectadores eran invitados a interrumpir la acción e
improvisar cambios en la escena: ¿si dijéramos o hiciéramos ésto o
aquello, cómo cambiaría el resultado final? De esta forma, los
espectadores pasivos, ahora convertidos en activos “espectactores”,
si bien no necesariamente encontraban soluciones a los problemas
planteados, por lo menos descubrían a través de la acción, que no
tenían la obligación de seguir un guión predeterminado e impuesto. Al
subvertir el escenario teatral y descubrir que podían cambiar el guión
de la obra, éste era un ejercicio de la imaginación, a saber, cómo,
igualmente, podrían cambiar sus vidas.
Los métodos de Boal evolucionan contínuamente. Profesores, terapistas
y activistas los utilizan en la “construcción” de comunidad.
En TO, no imponemos nada. Invitamos a los participantes a expresar sus
ideas y sentimientos a través de sus cuerpos. Las imágenes y los
gestos son polisémicos. Al igual que los significantes en el lenguaje
verbal, las imágenes también evocan diferentes significados,
dependiendo del contexto y la experiencia particular que las producen.
A manera de ejemplo, si yo me paro así, con el cuerpo rígido y
señalándote con el dedo, podrías decir: “es un dictador”, o “es
alguien acusando a otro”. Sin embargo, yo simplemente podría estar
pensando en mi hijo cuando tenía dos años. Si reflexionamos en los
múltiples sentidos que proyecta esta imagen, podríamos cuestionar las
características comunes entre un dictador y un niño de dos años, y
así, muchos otros sentidos y contextos más.
Hace poco tiempo, estuve en los Territorios Ocupados, en Palestina. En
Ramallah ofrecí unos talleres de TO a un grupo conformado por
estudiantes rabínicos de los Estados Unidos e Israel, y activistas e
intelectuales palestinos de la organización, “The Holy Land Trust”.
Les propuse, “jugar”: pedí que, caminando, fueran explorando el
espacio. Luego, que formaran pareja con alguien que no conocieran.
Mientras yo tocaba el tambor, ellos bailaban. De a dos, luego de a
cuatro, de a ocho, y así sucesivamente, fueron cambiando contínuamente
de pareja y de grupo, y también de movimiento.
Lefer: ¿Juntaste a israelíes con palestinos?
Aristizábal: No. Sucedió espontáneamente. Cuando aceptamos participar
en un juego, esa acción de por sí, inmediatamente democratiza al
grupo, independientemente de quienes sean sus integrantes.Ya no éramos
israelíes y palestinos, o hombres y mujeres, o blancos y negros, o
jóvenes y adultos, o profesionales y no profesionales, o pacifistas y
guerreros. Simplemente nos convertimos en seres lúdicos: tocándonos,
oliéndonos, riéndonos, gritando, corriendo y revolcándonos.
Lefer: ¿Y los participantes se sintieron cómodos con ese contacto
físico?
Aristizábal: Claro. Porque nadie dijo: “Ahora vamos a entrar en
contacto físico unos a otros, pero si tienen algún problema con
eso...”. Lo único que se lograría con una introducción de esa
naturaleza, sería que los participantes inmediatamente tomen
conciencia de sus temores y resistencias, y muy probablemente
respondan: “Oh, yo tengo un problema…”.
Nunca inicio un taller de TO anunciando: “ahora vamos a actuar”. Así
evito que alguno responda: “Oh, pero es que yo no sé actuar”. Yo
simplemente les ofrezco una invitación a participar en juegos, cada
vez más complejos, que terminan transformándose en escenas teatrales.
Llegó el momento, ese mismo día, en que la propuesta era que los
participantes deberían que voltearse y abrazar a la persona que
tuvieran más cerca. Uno de los organizadores me miró con pánico y
dijo: “¿Héctor, qué haces? ¡Eso no es posible!”. Le contesté: “Muy
bien, paremos un momento”. Entonces les hice el siguiente comentario a
los participantes: “Amigos, yo no pretendo conocer su cultura. Y mucho
menos pretendo saber lo que pueden y no pueden hacer. Sólo puedo
pedirles que tengan presente que simplemente los estoy invitando a
usar su capacidad lúdica. Cómo lograrlo, respetándose a sí mismo y, al
mismo tiempo, respetando al otro, dependerá de cada uno de ustedes.
Cuando trabajo con gente mayor, por ejemplo, sus movimientos son más
limitados, o tal vez no pueden agacharse, pero pueden hacer otras
cosas. Lo mismo ustedes. Lo que yo les proponga, ustedes verán cómo lo
demuestran”.
¿Y el resultado? Todos terminaron abrazándose. Yo trabajo de una
manera a la vez lúdica y respetuosa. Yo no obligo, pero desafío.
Porque así es la vida: nos desafía, obligándonos a crecer.
Lefer: Encaraste el conflicto israelípalestino abiertamente?
Aristizábal: No, porque sabía que mi tiempo con ellos era poco.
Hubiera sido irresponsable de mi parte, como un cirujano que se retira
apenas iniciada la operación. Otro ejercicio de imágenes consistía en
crear una situación de amistad y congelar la imagen. En cuestión de
segundos, les pedí que transformaran esa imagen de amor en una de
odio. Surgieron gestos de agresión: unos estragulándose, otros
enseñando sus puños... “¡Amor, odio, amor, odio!”. Por supuesto que
este ejercicio dio lugar a que la emoción invadiera el espacio. Pero
esa emoción no tenía que pertenecerle a nadie. A través de la
plasticidad del teatro, podemos experimentar la danza cotidiana del
amor y el odio, y todo el arcoiris de emociones humanas, sin necesidad
de identificarnos con ninguna de ellas, ya que tenemos el poder de
transformar, en cuestión de segundos, nuestra experiencia emocional.
De esta manera, y sin dañar a nadie, fuesen israelíes o palestinos,
exploramos juntos la animosidad al igual que las semillas de la
amistad. Sentimos el peso de la opresión y la posibilidad liberadora
de la justicia. Valiéndonos de nuestra imaginación en la vida como
lo hacemos en el teatro todo es posible.
Otro juego fue la creación colectiva, y sin expresión verbal, de una
imagen del mundo. Uno a uno fueron añadiendo componentes, y el
resultado fue un mundo violento y caótico, donde había poco contacto
humano que no fuese de conflicto. En tres segundos deberían
transformar aquel mundo caótico en un mundo ideal. La imagen que fue
surgiendo del grupo fue la de una especie de círculo, donde existía el
contacto visual, físico y energético. Una imagen que sugería el
comienzo de una labor conjunta, inspirada en un deseo colectivo de
justicia y de paz. La “magia” del trabajo llega sin que las personas
se sientan obligadas a cambiar. Mis talleres son una invitación al
descubrimiento y la experiencia, tanto del otro, como de nosotros
mismos, en un espacio donde, al misterio de lo desconocido, se le
permita emerger. Es una invitación a convocar la infinita capacidad
que todos tenemos de transformarnos y de transformar al mundo.
Lefer: ¿Es éste el tipo de trabajo que haces con otra gente?
Aristizábal: Algunas veces. Por ejemplo, en algunos casos he trabajado
con personas que han sido torturadas y buscan asilo político en los
Estados Unidos, pero siguen traumatizados. Tal vez él o ella no pueda
ni mirarte a los ojos ni hablar. Se encuentran casi mudos. ¿Cómo
podrían estas personas asistir a la audiencia, mirar al juez de
inmigración, a los abogados, y contestar sus minuciosas preguntas
acerca de la tortura y la violación sexual? Con estas personas hacemos
juegos teatrales grupales: nada amenazante, como si nada estuviese
ocurriendo. No hablamos directamente sobre tortura o asilo. Sin
embargo, los juegos les permiten a los participantes reconectarse con
su cuerpo y recuperar su voz.
La mayoría de las personas con quienes trabajo se las categoriza como
“minorías”, aunque sean, estadisticamente, la mayoría en ciertos
estados, como California. Algunos son inmigrantes que no hablan
inglés. También trabajo con pandilleros, a quienes las instituciones
están listas a castigar y patologizar. Igualmente, organizo grupos en
el Youth Authority, donde terminan los jóvenes que han sido
criminalizados. En todos estos grupos, parte del proceso incluye la
reflexión crítica de las estructuras sociales que los oprimen.
Hoy en Los Angeles las escuelas son como prisiones y los niños que
tienen bajas calificaciones son estigmatizados como “niños
problemáticos”, disfuncionales o como delincuentes juveniles. En
muchas ocasiones, sus padres son humillados, culpados por lo que hacen
sus hijos o tratados con falta de respeto, ignorados por los
burócratas y los profesionales. En mis grupos de padres, aprendemos
que las escuelas pertenecen a los padres y a la comunidad, no a los
directores ni a los profesores. Muchas veces, luego de expresar el
desafío y la frustración que sienten con los profesores o los
dirigentes escolares al pedir ayuda para sus hijos, algunos padres
escriben cartas y envían copias al Distrito Escolar de Los Angeles. De
vez en cuando, sucede el “milagro”, y se logran algunos cambios.
En vez de simplemente diagnosticar y patologizar a la gente humilde,
¿por qué no conectarlos con sus fortalezas? Al sentirse escuchados y
valorados, estas personas aprenden a conectarse con el poder de sus
historias de supervivencia, distorcionadas o ignoradas por la cultura
dominante, historias que, con demasiada frecuencia, acaban
trágicamente dentro del sistema penitenciario.
Lefer: Esta no es una terapia típica o clásica...
Aristizábal: No, no lo es. La terapia tradicional puede ser
importante, pero muchas veces su objetivo es ayudar a que el individuo
se adapte, acepte, precisamente lo que le ha ocasionado su enfermedad.
Los tribunales obligan a la mayoría de los acusados a asistir a grupos
para “el control del temperamento”. Esto es una atrocidad. Aquí no
asumimos nuestras emociones.
Lefer: Yo veo mucha rabia, violencia doméstica en las familias y enojo
en las autopistas.
Aristizábal: Cuando las emociones son suprimidas o “controladas”, van
a explotar por otro lado. El enojo o la rabia no siempre son emociones
negativas, como se lo pretende. En muchos casos, ambas reacciones nos
permiten sobrevivir a situaciones de peligro. Por otro lado, me parece
que deberíamos estar furiosos con las guerras que están occurriendo en
el mundo. Yo no apoyo la violencia, pero la noviolencia no tiene nada
que ver con “controlar” o reprimir la rabia, como si fuera la peste.
Por lo contrario, se me hace que nuestro reto es aprender a
transformar los impulsos violentos en acciones de cambio a nivel
social y personal que le hagan honor a la vida.
En mi trabajo, mi intención no es de arreglar a nadie, ni hacerlo más
“funcional”, o “menos neurótico”. Busco crear espacios en los que el
individuo pueda descubrir su propia fortaleza interna, a través de la
cual podrá transformar su condición de vida, si así lo desea.
En mi trabajo no hablamos de cura, ni mucho menos de aceptar ni
diagnósticos ni encasillamientos. Tampoco nos llevamos muy bien con el
status quo, ya que en la mayoría de los contextos sociales, el status
quo es espantoso. Me basta pensar en todos los peligros que acosan a
algunos de los niños con quienes trabajo en un Junior High, camino a
la escuela. Muchos de ellos viven en vecindarios dominados por las
pandillas. Sin ir más lejos, esta misma semana, dos niños fueron
testigos cuando, delante de sus ojos, un joven recibió tiros en el
pecho. Cuando llegó la policía, esposó a estos dos niños de 12 años, y
los llevó a la estación de policía. Ahí, les mostraron fotografías de
pandilleros del vecindario, preguntándoles cuál de ellos había
disparado. Por supuesto, estos niños no hablaron. Pero, aún así,
tienen miedo de que la pandilla los mate a ellos en represalia. Con
realidades como ésta, además de la terapia, estos niños necesitan
sobrevivir a estas increíbles condiciones de violencia en las que
están creciendo.
Lefer: Muchos de los niños con quienes trabajas no sólo han sido
testigos. Algunos son miembros de pandillas y han cometido actos de
violencia.
Aristizábal: ¿Y qué? En 1989, antes de que yo saliera de Colombia,
participé en un estudio sobre la epidemiología de la violencia en
Medellín. Entrevisté a decenas de “sicarios”, o jóvenes contratados
como asesinos, personajes notorios en aquél tiempo. Ellos asesinaban a
gente para la mafia y para los paramilitares una milicia de extrema
derecha conectada con el ejército colombiano y con acceso a las armas
provistas por los Estados Unidos. (El gobierno declara que estas
conexiones no existen, pero el último informe del Alto Comisionado de
Derechos Humanos de las Naciones Unidas confirma que estas conexiones
aún continúan.) Esos jóvenes eran entrenados para disparar metralletas
desde una motocicleta viajando a 35 kilómetros por hora. Yo
entrevistaba a estos jóvenes en los barrios o en el hospital, porque
cada semana llegaban muchos con heridas graves. Un día, saliendo de
una sala del Hospital San Vicente en que acababa de entrevistar a
“Chucho”, escuché disparos dentro de la misma sala. Yo me tiré al piso
mientras las balas atravesaban la puerta. Al terminar la balacera, la
enfermera y yo encontramos a Chucho con decenas de balas en el cuerpo.
Durante el transcurso de nuestra investigación, la mayoría de estos
jóvenes fueron asesinados. Al preguntarles sobre la posibilidad de ser
asesinados, la respuesta de muchos de ellos era: “¿Y qué si sólo me
quedan dos años o dos meses más de vida, si ahora tengo una Kawasaki y
puedo comprarle una casa a mi mamá y mantener a mi familia. Es que la
vida no la tiene comprada nadie”. Algunos de estos jóvenes eran
contratados por las fuerzas de la guerra sucia, interesadas en matar,
desaparecer e intimidar a las personas de izquierda o de pensamientos
progresistas. Muchos de ellos amigos míos. Héctor Abad Gómez, un gran
médico e intelectual, asesinado cerca mío mientras asistíamos al
funeral de un dirigente sindical también asesinado por desconocidos.
El mismo día trágico, Leonardo Betancur, otro médico que trabajaba en
derechos humanos, también fue asesinado. El joven que lo mató tenía 13
años, y, a una cuadra del lugar, y mientras huía de la escena del
crimen, también le dieron muerte. Podrás pensar que odio a estos
jóvenes por estos crímenes horrendos, pero ellos eran iguales a los
jóvenes con quienes me crié. Yo había visto como muchos de estos niños
criminales ayudaban a sus familias. En mi propio vecindario, casas
decrépitas que estaban a punto de desmoronarse, se convertían de la
noche a la mañana en casas de tres pisos, aforadas, con toda clase de
comodidades. Yo no puedo ver demonios en estos jóvenes. De muchas
maneras, yo era como ellos. Mi vida era un desastre. Yo vivía cada día
como si fuese el último.
Yo vi una generación entera destruirse en los vecindarios pobres de
Medellín y ahora estoy viendo lo mismo suceder aquí en la cultura de
pandillas. Estos son sólo niños a quienes nadie les ha enseñado a amar
la vida. Ellos no han sido iniciados en la vida. Por el contrario, las
pandillas tienen iniciaciones, o seudoiniciaciones, en una cultura de
muerte.
Tal vez pueda relacionar ésto a mi propia experiencia. En 1999, mi
hermano Juan Fernando fue secuestrado en las calles de Medellín por
los paramilitares. Yo regresé a Colombia para buscarlo. Después de que
encontramos su cadáver, yo ordené y presencié su autopsia, y vi con
mis propios ojos las atrocidades que le habían hecho durante los 10
días que lo tuvieron cautivo antes de asesinarlo.
Luego de enterrar a mi hermano, le pedí a un amigo que me llevara al
lugar donde encontraron su cadáver. Un rastrojero cerca de la
autopista en un pueblo controlado por los paramilitares. En mi
delirio, yo pretendía encontrar a sus asesinos para matarlos. Por eso
le había pedido a mi amigo que me llevara a la boca del lobo. Mi amigo
iba conduciendo, mientras bebíamos aguardiente. A mitad de camino, él
me miró y me dijo: “¿Qué carajos estamos haciendo? ¿Por qué te estoy
llevando a este lugar? Yo no quiero que muramos de esta manera tan
pendeja”. Nos regresamos, seguimos embriagándonos y terminamos en un
bar nudista. Fue mi forma de tocar fondo. Me di cuenta que estaba
herido y enceguecido por el dolor, con deseos de matar, pero sabiendo
que no soy un asesino. Buscaba que a mí me mataran. Para así dejar de
sufrir.
Pienso que estos niños que se meten en pandillas en realidad no
quieren hacerle daño a nadie. Lo que quieren es que todo termine.
Viven en ambientes familiares envenenados, en vecindarios que son
campos de batalla, donde a veces la policía actúa como una pandilla
más, con la única diferencia que tienen “permiso para matar”. Muchos
de ellos están terriblemente deprimidos, porque no aguantan sus
condiciones de vida.
Hace poco, me mandaron al programa de Cityscape, a un niño de ocho
años. Me pidieron que le hiciera una evaluación, para determinar si
podía estar en grupo, ya que lo habían diagnosticado con desorden de
conducta, un sello bastante grave. Decidí, entonces, visitarlo en su
hogar.
En muchos casos, no pretendo que las personas puedan llegar siempre a
mi oficina, con plantas, y diplomas en la pared. Yo los veo donde se
encuentren ellos. Generalmente no trabajo con horarios. Es ridículo
pretender que las personas, cuyas vidas ya están en crisis, encima
cumplan con horarios rígidos. Las crisis no encajan en un horario, ni
siquiera para la gente de la clase media.
En fin, cuando fui a su casa descubrí que estaba viviendo con su madre
embarazada y sus cinco hermanos, en un apartamento de una recámara. Su
madre dormía en la recámara con su novio más reciente, y los dos niños
menores. El hermano mayor, de 13 años, tiene parálisis cerebral y los
demás niños tenían menos de nueve años. Sin exagerar, este niño vivía
a diario en un ambiente donde la mayoría de sus hermanos lloraban todo
el día. Me pregunto: ¿qué estaba pasando con este niño con “desorden
de conducta” cuando intentó incendiar el apartamento prendiéndole
fuego al sofá con una vela?
Si sólo analizamos lo que hizo, alguien podría decir que es un
monstruo. Pero, cuando visitamos su medio ambiente, podemos comprender
que este niño está pidiendo ayuda, a los gritos. Yo también quisiera
incinerar ese apartamento. ¿Quién querría vivir allí? ¿Cómo poder
aguantar semejantes condiciones? Por otro lado, está su madre quien ha
tenido seis hijos con seis hombres diferentes. Han llegado a su vida,
la han usado sexualmente, y una vez preñada, la abandonan. Esa mujer,
sin embargo, a pesar del abandono y la traición, aún ha sido capaz de
alimentar a sus hijos. Ella no los ha abandonado. Sale a la calle a
vender sábanas y almohadas para darles un techo. Yo no sé cómo lo
hace. Yo, que tengo sólo dos niños y muchos más recursos, a veces me
siento agobiado. Esta mujer ha sido capaz de criar a sus hijos, a
pesar de enormes privaciones. Entonces, ¿quién soy yo para juzgarla?
Debo honrar su fortaleza y su increíble capacidad de supervivencia.Yo
así la veo, y espero que ella pueda verse a sí misma como la heroína
que es.
En otras ocasiones, me siento a la computadora y escribo las historias
que mis clientes me relatan. Eventualmente, les leo sus narrativas en
un contexto mítico, para que ellos reconozcan sus cualidades heroicas.
Le leo a cada uno lo que ha escrito y le pregunto: “¿irías tú a ver
esta película?”. La respuesta es que “sí”, y yo entonces le recuerdo:
“Tú eres la heroína de esa película. Tú cruzaste el Río Bravo cuando
tenías siete meses de embarazo, sin saber nadar, aún habiendo visto a
otros ahogarse, y alcanzaste la otra orilla. Luego atravesaste el
desierto, caminando durante tres días, sin agua y sin idea por donde
andabas... pero llegaste”.
A veces les leo estos “cuentos” a sus hijos, y ellos, incrédulos,
preguntan: “¿Mi mamá hizo todo eso cuando yo estaba en su vientre?”.
“Sí”, les contesto. “Tú ayudaste a que tu madre flotara cruzando el
río hasta llegar a este país”.
Para mí, el “sueño americano” les pertenece a los que, mientras
estamos aquí conversando, están ellos cruzando la frontera. No veo a
muchas personas nacidas en los Estados Unidos haciéndole honor a este
sueño. Hay tanta desdicha en medio de tanta comodidad. El vacío
interno nos hace vivir angustiados debido a la falta de conexión.
Muchos norteamericanos parece que vivieran en una cámara de
aislamiento creada por el privilegio. Otro intento por llenar ese
vacío espiritual es la adicción al consumo.
Lefer: Pareces estar contínuamente conectado a mucha gente, pero a
menudo dices sentirte aislado e infeliz en este país.
Aristizábal: Ha sido una lucha para mí aprender a amar este país, ya
que Colombia está en mis venas. Pero, si regreso allí, podrían
matarme. Aquí puedo trabajar en campañas para apoyar y proteger a
líderes sindicalistas, y a profesores en Colombia, y crear conciencia
de lo que las corporaciones norteamericanas como CocaCola, Occidental
Petroleum, y Drummond, están haciendo en Colombia. Durante años odié
estar en los Estados Unidos, viviendo en la boca del lobo, en el país
contra el que luché toda mi juventud. Sin embargo terminé enamorándome
de una norteamericana, tengo ahora dos niños norteamericanos, y me he
naturalizado.
Sería fácil para mí seguir odiando este país, pero inútil. Mucha gente
odia a este país. Yo estoy cansado de odiar a Bush. Me he dado cuenta
de lo absurdo que es actuar en oposición a otros. Tengo que vivir mis
propios deseos, en lugar de oponerme a los de ellos. Lo que tenemos
que hacer es descubrir nuestro propio estilo de vida, de trabajo, de
hacer el amor, y convertirlos en realidad, de una manera bella y con
gracia. Para mí, el teatro es una forma de expresarme y una estupenda
herramienta, tanto social y política.
En el 2003 hice un taller de TO en la prisión más grande de la India,
en Puna. El superintendente era el arquetipo de un déspota, que había
prohibido el acceso a organizaciones que ofrecían servicios a sus
prisioneros. Aún no entiendo cómo le permitió entrar a este colombiano
loco. Trabajé con 40 hombres durante tres horas, jugando y creando
imágenes de la opresión que habían vivido, y luego imaginaron cómo
sería liberarse de estas opresiones. El superintendente nos observó
durante todo este tiempo. Luego me invitó a su oficina. Para mi
sorpresa, me invitó a que regresara y trabajara con sus 4,000
prisioneros. Tal vez lo que sucedió es que pudo, por primera vez, ver
quienes eran sus prisioneros. Al reconocer la humanidad de sus presos,
pudo reconocer la suya propia. El teatro lo humanizó, así haya sido
por unas pocas horas.
El teatro ofrece a los jóvenes en riesgo, con quienes trabajo,
oportunidades de transformar su punto de vista acerca del mundo, y de
sí mismos. Muchos de estos niños intentan satisfacer su necesidad de
pertenecer. Lo hacen a través de su participación en las pandillas. El
teatro también los conecta, de una forma productiva. Hay miles de
semillas creativas en todas las personas, no importa lo oprimidos que
hayan sido, y encontramos esas semillas enterradas en sus historias.
La naturaleza nos demuestra eso todo el tiempo. Con las lluvias
extremas que tuvimos recientemente en California, semillas de plantas
que habían estado dormidas durante miles de años, han podido
finalmente germinar, ya que, de alguna manera, se mantuvieron vivas
bajo tierra durante todo este tiempo. Dentro de cada ser humano existe
este mismo potencial.
Cuando hago obras de teatro con jóvenes, invito a sus padres, sus
maestros y miembros de la comunidad, para que el mayor número posible
de personas, pueda ver a estos niños. Después del espectáculo, a
menudo los padres me preguntan que cómo “hizo para que este niño
perezoso haya memorizado todas esas líneas”. Les pido a los padres que
traigan comida, y siempre hay hasta saciarse. No olvides que éstas son
personas muy humildes pero se sienten honrados de haber sido invitados
a participar. Al final, hacemos un ritual en celebración del evento.
Son gestos sencillos, pero con la intención clara de celebrar a los
jóvenes. Por ejemplo, algunas veces creamos una especie de túnel con
nuestras manos por el que los niños atraviesan mientras decimos sus
nombres.
Después de la muerte de mi hermano Juan Fernando lo que más me ayudó a
procesar esta tragedia fue un ritual en el que participé con Michael
Meade, el mitologista y contador de historias; Malidoma Somé, un
shaman de Burkina Faso; y con Luis Rodríguez, el poeta del este de Los
Angeles que ha escrito sobre la vida de pandilleros. He aprendido
enormemente de estos tres hombres. En aquel ritual, cien hombres que
no conocía, escucharon la historia de mi hermano y vieron las fotos
que tomé durante la autopsia. Ellos prepararon un entierro simbólico
de mi hermano, y lloraron por mí, porque yo no pude. Mis ojos estaban
secos ya que aún estaba en shock. Estos cien hombres lloraron por mí y
crearon un altar increíble, colmando el espacio de naturaleza, rocas,
velas, y las lágrimas de muchos de ellos.
Lefer: Te he escuchado decir que necesitamos la imaginación, no la
fantasía. ¿Cuál es la diferencia?
Aristizábal: La imaginación nos conecta con el ser, o lo que otros
llaman el espíritu, el psiquis, el inconciente. Aquello que nos mueve,
la razón por la que nos levantamos cada día. La fantasía conecta con
el ego. Veo muchos niños hoy día empleando su tiempo en la fantasía:
juegos de video, televisión, computadoras, imágenes en una pantalla
que no se conectan con nada. Cuando las personas consumen estos
productos que no conectan con la vida, siento que se consumen a sí
mismos. Cuando mi hijo hace una improvisación teatral o está tratando
de aprender sus líneas o descubrir un personaje, está conectado a
algo. Cuando está jugando con su GameBoy, puede estar absorto durante
horas, y, al final, lo único que observo es a un niño exhausto, sin
nada que ofrecer a cambio.
Lefer: Me pregunto si la imaginación no es mucho más abierta. No
sabemos para donde va. Con la fantasía hay una meta prefabricada. No
se la puede cambiar, sólo podemos participar en ella.
Aristizábal: Ni siquiera podemos participar en ella. Sólo podemos
consumirla. Y muy poco se nos pide, salvo que paguemos, con nuestro
tiempo y nuestro dinero. Yo lo llamo el asesinato del espíritu.
Algunos de los niños con quienes trabajo, no hablan. No es sólo porque
sus padres hablan una lengua diferente o no tienen tiempo para hablar
con ellos, pero también porque pasan su tiempo mirando una pantalla,
en vez de interactuar con otra persona. Las computadoras son
herramientas maravillosas, pero no nos ofrecen un diálogo. Hay un gran
esfuerzo para poner más computadoras en las escuelas, pero las
computadoras no pueden enseñar, porque no pueden amar.
Lefer: Has dicho que solías ser muy combativo, pero que ahora
prefieres seducir. Has cambiado, o sólo has cambiado la táctica?
Aristizábal: En mi país de origen, las personas con quienes más
discutía eran las personas a quienes amaba. Cuando uno no posee
riquezas materiales, todo lo que tenemos son nuestras ideas y nuestra
pasión por lo que creemos, y eso no se reprime. Al llegar a este país,
descubrí que la discusión y la confrontación rapidamente polarizaba y
alejaba a las personas con quienes quería relacionarme a través de la
polémica. Hoy no soy tan inocente y utilizo otras formas. En mi
adolescencia solía pensar que si la gente pudiese entender las cosas
como yo las entendía, la revolución sería inmediata y viviríamos en
una sociedad pacífica y justa. Hoy no busco imponerle mis ideas a
nadie.
Lefer: Te he visto hacer proselitismo con gran pasión y efectividad.
Aristizábal: Yo tengo cierta claridad sobre mis posiciones, pero yo no
puedo ver demonios en quienes no están de acuerdo conmigo. No
obstante, no me ando con rodeos cuando se trata de exponer ideas no
divulgadas por los medios de comunicación masiva. Por esta razón, en
Pasadena, ayudo a organizar la proyección de documentales políticos en
una serie llamada “Conscientious Projector”. Muchos de estos
documentales los he visto y discutido con mis propios niños. A veces
lloramos mientras observamos la injusticia que hoy plaga el mundo.
Algunas personas pensarán que estas películas no son apropiadas para
los niños pero nuestros niños miran anualmente miles de asesinatos
gratuitos en la televisión y sin ninguna explicación. Ellos ven a los
protagonistas recibir heridas, pero al final de la cinta, sus cuerpos
lucen perfectos mientras hacen el amor. Pero, en la vida real, una
espalda balaceada, no luce así. Yo quiero que los niños sepan esto, y
por eso les muestro videos en los que pandilleros enseñan sus
terribles cicatrices, luego de haber recibido balazos y la
consiguiente cirujía de los que sobreviven.
A principios de la guerra en Irak, la profesora de mi hija me llamó y
me dijo que les había pedido a sus estudiantes hacer un dibujo de cómo
se sentían ellos acerca de la guerra. La mayoría de los niños
dibujaron imágenes de la bandera de los Estados Unidos y aviones
tirando bombas. Mi hija, que en ese entonces tenía cinco años,
escribió: “La guerra ha comenzado”, y se dibujó a sí misma, llorando.
No fue sugerencia mía, pero me sentí orgulloso de pensar que, de
alguna manera, ella entendía lo que una guerra implica a nivel humano.
Lefer: Tu sugerencia, no, pero tus hijos parecen tener claro que eres
un activista por la paz.
Aristizábal: Hasta hace pocos años, yo solía burlarme del movimiento
por la paz. “¿Paz?”. Solía decir, “Sin justicia no puede haber paz.
Sin rabia no puede haber paz. ¿Cómo podemos tener paz con toda esta
opresión?”. Yo estaba lidiando con mi dolor, mi rabia, mi deseo de
venganza, y odiando encontrarme en los Estados Unidos, conciente de
las atrocidades que financio cada vez que pago mis impuestos.
Por ahí por del año 2000, conocí a algunos de los niños del movimiento
colombiano por la paz. Estos niños han pasado por situaciones muy
similares o peores que la mía; sus padres asesinados, secuestrados o
torturados, han presenciado masacres, o han perdido a sus amigos a la
violencia juvenil. Sin embargo, ellos han decidido no tomar
represalias, no empuñar las armas. Ninguno de ellos me habló de sus
decisiones en términos ideológicos, como lo hiciera mi generación.
Cuando conocí estos niños, me di cuenta que tenían algo que yo no
tenía. Las generaciones anteriores habían estado destruyendo el país,
y estos niños entendían que ninguno de estos grupos, ni de la
ultraderecha, ni la ultraizquierda, traerían paz y justicia a
Colombia. Estos niños de 13, 14 años representan un nuevo paradigma:
sus acciones y sus corazones parecían estar en armonía.
Colombia tuvo un referendum conocido como el Mandato de los Niños por
la Paz y los Derechos, en el que sólo los niños podían votar. Sin
mayor apoyo ni infraestructura, consiguieron que millones de niños
votaran por la paz y el respeto a la vida. ¿Te imaginas? Y aquí estaba
yo, a los 40 años, todavía hablando acerca de la violencia. Aún me
imaginaba como un guerrero, sofocado por la rabia. Pero la verdad es
que prefiero la belleza y el diálogo. Estas son las cualidades que
necesito para construir. Dejé de luchar contra mí mismo. No, eso no es
verdad, porque la lucha nunca termina. Pero estos niños me permitieron
conectarme con mi compasión, mi deseo de crear, no de destruir, de
amar, no de matar.
Aún hoy es más fácil para mí sentarme con israelíes y palestinos a
tratar de imaginar formas noviolentas de trabajar por la paz en el
Medio Oriente, que pensar en cómo alcanzar la paz en mi propio país.
Sin embargo, quiero pensar que el trabajo que hago ahora me está
preparando para aquel día en que pueda regresar a Colombia y sentarme
en el mismo cuarto con un trabajador, un campesino, un militar (cuya
institución me torturó), un paramilitar (como aquellos que mataron a
mi hermano), un guerrillero (que probablemente ansíe matarme por mis
críticas de su movimiento), y con el ejecutivo de alguna de las
corporaciones (que considero destructivas y sanguinarias); y que
juntos podamos dialogar sobre la posibilidad de trabajar hacia una
meta común: la reconstrucción de nuestro país.

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