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Epistemología, moral y prueba de los

epistemología, moral y prueba de los hechos: hacia un enfoque no benthamiano juan carlos bayón ­ictionary)ce, a shad
03 Sep, 2023
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Epistemología, moral y prueba de los hechos:
hacia un enfoque no benthamiano
Juan Carlos Bayón

­ictionary)ce, a
shade more of plausibility than of
unlikelihood"000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000
“Proof, n.: Evidence having a shade more of plausibility than of
unlikelihood”
(Ambrose Bierce, The Devil’s Dictionary)
Durante un tiempo, al menos en nuestro contexto, tuvo perfecto sentido
—y llegó incluso a convertirse en un tópico— comenzar cualquier
trabajo acerca de la prueba en el derecho denunciando y lamentando la
falta de atención prestada por la filosofía jurídica a una esfera de
problemas de tanta enjundia teórica como incuestionable trascendencia
práctica. Pero decididamente, y por fortuna, ese tiempo ha pasado ya.
En los últimos años ha ido apareciendo entre nosotros un cierto número
de trabajos sumamente valiosos sobre los hechos en el derecho, la
noción de prueba y la estructura y criterios de justificación de las
inferencias probatorias1, que permite hablar ya de un campo de
investigación considerablemente maduro. Tanto, que tal vez vaya siendo
el momento de aventurar algún balance sobre lo conseguido.
Y lo conseguido es sin duda mucho en lo concerniente, en primer lugar,
a desmontar una serie de equívocos arrastrados pertinazmente por una
mala cultura jurídica —y en especial por una mala cultura judicial—
basada a su vez en una mala epistemología. Como se sabe, se trataba
esencialmente de desmantelar una arraigada concepción psicologista o
persuasiva del juicio de hecho y, en su lugar, de sentar las bases de
una concepción racionalista. La primera venía entendiendo el principio
de libre valoración de la prueba por el juez (o de la “ïntima
convicción”) no en su sentido originario —como ausencia de reglas de
prueba legal o tasada que predeterminen el resultado probatorio de
forma vinculante para el juez—, sino llanamente como ausencia de
cualquier clase de criterios de control del razonamiento del juzgador.
De ese modo, la consideración de un hecho como “probado” acababa
equiparada a la mera existencia de un estado mental de convencimiento
o certeza del juzgador, lo que por una parte venía apuntalado por la
consideración de la inmediación como una vía de acceso (“inmediato”,
precisamente) a la verdad que hacía no ya inexigible, sino en rigor
imposible la motivación del juicio de hecho (puesto que el
convencimiento del juez —pervirtiendo también el sentido del principio
de valoración conjunta de la prueba— era el producto de una “impresión
global”, más que de un razonamiento analítico adecuadamente
articulado) y, por otra, creaba obstáculos de principio poco menos que
insalvables para la revisión y control por vía de recursos de las
declaraciones de hechos probados de primera instancia. Y todo ello,
como es notorio, asociado a concepciones sumamente confusas acerca de
la verdad (que por un lado podían llevar, desde una suerte de
cognoscitivismo ingenuo o acrítico, a mantener que los procedimientos
probatorios podían arrojar como resultado la certeza plena e
incontrovertible acerca de la verdad de los hechos y, por otro, a
disociar la verdad jurídica o procesal de la verdad a secas en un
sentido que daba a entender que el objetivo central del proceso no era
la búsqueda de ésta); la naturaleza de las distintas clases de hecho
que pueden ser objeto de prueba en un proceso (que llevaba a sostener,
por ejemplo, que la prueba de “hechos internos” —i.e., estados
mentales— era ajena a la quaestio facti); o la diferencia entre
“prueba directa” y “prueba indirecta” (manteniéndose que mediaba entre
ambas una diferencia de calidad que hacía que la primera se alcanzase
sin necesidad de inferencia de ninguna clase y produjera como
resultado la certidumbre plena).
Desde un punto de vista estrictamente teórico, todo eso ya es
historia. Hoy en día nadie mínimamente informado puede poner en tela
de juicio las ideas maestras de una concepción racionalista del juicio
de hecho ni sus implicaciones más evidentes para la práctica
jurisdiccional2: que la libre valoración de la prueba no implica
ausencia de sujeción a cualquier clase de regla, sino sujeción sólo a
las reglas o criterios epistemológicos que determinan la racionalidad
del juicio de hecho; que la pertinencia de considerar un hecho como
probado no debe conectarse entonces a la convicción del juzgador, sino
a la racionalidad o justificabilidad de esa convicción —o de su
ausencia, o de su mayor o menor grado— a la luz de aquellos criterios;
que la inmediación no es sino un principio que preside los
procedimientos de formación del material probatorio; que, por
consiguiente, no sólo nada impide, sino que es inexcusable en un
Estado constitucional una pormenorizada motivación del juicio de hecho
que muestre —del modo y con el estilo que resulte más transparente—
que han quedado satisfechos los requisitos de racionalidad que hacen
justificable la decisión sobre la prueba; o que, a consecuencia de
ello, no hay obstáculos de principio a la posibilidad de revisión en
sucesivas instancias por vía de recurso del juicio de hecho. Y todo
eso a la luz de dos ideas auténticamente centrales. La primera, que el
proceso se orienta a la búsqueda de la verdad, si bien la naturaleza
inductiva de los razonamientos probatorios hace que el resultado de la
prueba no garantice la certeza absoluta3. La segunda, que, aunque el
proceso se oriente a la búsqueda de la verdad, al derecho no le
interesa sólo la averiguación de la verdad, sino también la
consecución o protección de otros fines que pueden justificar la
introducción de normas sobre la actividad probatoria, los medios de
prueba admisibles o el resultado probatorio mismo que cabría calificar
como “contraepistémicas” (en el sentido de que introducirían
excepciones o desviaciones de diversos tipos respecto a lo que
resultaría de seguir incondicionadamente los criterios generales de
racionalidad epistémica)4.
Cada una de esas dos ideas centrales requiere una articulación más
detallada. Así que una vez instalados, ya de manera irreversible, en
los parámetros de una concepción racionalista del juicio de hecho,
quedan planteados dos grandes bloques de cuestiones5. El primero (el
de la “valoración racional de la prueba”) exige precisar, más allá de
la afirmación genérica de su naturaleza inductiva, cuál es la
estructura de las inferencias probatorias (i.e., del enlace —cuando no
está determinado por el derecho— entre hechos con valor probatorio y
hechos a probar) y cuáles son los criterios que determinan la
aceptabilidad de las conclusiones de dichas inferencias. El segundo
bloque de cuestiones es el que tiene que ver con la relación entre el
fin de la averiguación de la verdad y otros fines diferentes y con los
modos concretos de promover cada uno de ellos que se consideran más
adecuados.
En este trabajo pretendo sacar a la luz algunas dificultades que
surgen precisamente cuando se ponen en relación esos dos bloques de
cuestiones. Pero para ir centrando la discusión creo que hace falta
explicar con más detenimiento cuáles son exactamente los problemas que
se plantean en relación con el segundo de ellos. Y me parece que son
esencialmente cuatro6. En primer lugar, el objetivo de buscar la
verdad, cuando se es consciente de la falibilidad de los
procedimientos que usamos para ello, se traduce de inmediato en el
objetivo de minimizar el riesgo de error (o, dicho de modo más
sencillo, de reducir el error). El primer problema que se le plantea
entonces al derecho es el de cuál es la mejor estrategia a seguir para
minimizar el riesgo de error en la prueba de los hechos. Una opción es
dejar que el juzgador se guíe exclusivamente por los criterios
generales de racionalidad epistémica (esto es, adoptar un sistema de
completa libertad en la valoración de la prueba, flanqueado además por
un principio general de admisibilidad de cualquier elemento de prueba
epistémicamente relevante). Pero existe una opción alternativa:
introducir, al menos en algunos casos —y naturalmente habría que
determinar en cuáles—, una serie de normas sobre la prueba7 de cuyo
seguimiento por los juzgadores se espera que, en conjunto y a largo
plazo, resulte (en el tipo de casos cubierto por dichas normas) un
número total de errores menor que el que produciría el funcionamiento
de un sistema presidido por los principio de libre valoración y
admisibilidad de toda prueba relevante. Es notorio que los sistemas
jurídicos continentales se han inclinado decididamente por la primera
estrategia —con irrupciones esporádicas y excepcionales de la
segunda—, adoptando así una configuración que, por razones históricas,
bien podría calificarse como “benthamiana”8. De todos modos,
determinar cuál de las dos estrategias sirve mejor al objetivo de la
reducción del error constituye un problema epistémico que, a su vez,
da lugar a problemas morales9.
En segundo lugar, minimizar el riesgo de error conlleva en sí mismo
costes (tanto de funcionamiento general del sistema jurisdiccional
como, para las partes, de dilación en la obtención de una decisión) y
no es razonable postular que el derecho debe buscar la reducción del
error literalmente a cualquier coste. Así que, si el primer problema
era el de la minimización del riesgo de error, el segundo es el de la
minimización de los costes que conlleva la minimización del riesgo de
error (que podemos denominar, por simplicidad, “costes
procedimentales”). Determinar cuál es el tradeoff apropiado entre
riesgo de error y costes procedimentales de buscar su reducción es,
desde luego, un problema no epistémico, sino de incuestionable
naturaleza moral o política.
Es obvio, en tercer lugar, que el derecho persigue también fines
independientes de la búsqueda de la verdad cuya consecución, sin
embargo, puede interferir con ésta (ya se trate de la protección de
determinados secretos, o de cierta clase de relaciones entre las
personas, de la garantía de derechos fundamentales, etc.). La
importancia de esos fines puede justificar la existencia de reglas de
exclusión de ciertos elementos de prueba a pesar de que sea evidente
su valor epistémico, es decir, su aptitud para acercarnos a la
averiguación de la verdad10, y, naturalmente, es un problema de
naturaleza moral determinar cuál de esos bienes en conflicto debe
prevalecer (o si, caso de ser posible, sería preferible la admisión de
esos elementos de prueba buscando de algún otro modo la protección del
fin independiente de la búsqueda de la verdad que esté en juego).
Reducción del error, minimización del coste de intentar reducirlo y
obtención de fines independientes de la averiguación de la verdad no
son, sin embargo, todos los objetivos que persigue el derecho en
relación con la prueba de los hechos. Un cuarto problema, de
importancia capital, pero que me parece que no siempre ha sido
considerado adecuadamente, es el de la asignación o distribución del
riesgo del error, que está a su vez ligado a la idea fundamental de un
estándar de prueba. Si los procedimientos que usamos para la búsqueda
de la verdad son falibles, es inevitable que se produzca un cierto
número de errores probatorios. Es evidente que los errores probatorios
benefician a la parte del proceso cuya versión de los hechos se
consideró probada siendo falsa y perjudican a la parte contraria, así
que considerar probada la hipótesis mantenida por una de las partes
hace que sea sobre la parte contraria sobre la que recae el riesgo del
error. En teoría, sería concebible un sistema jurídico que se
interesase exclusivamente por la reducción del error y fuese
estrictamente indiferente respecto a su distribución, esto es, no
considerara más indeseables los errores que perjudiquen a una de las
partes del proceso que los que perjudiquen a la otra, importándole
sólo la minimización del monto total de errores. Nuestros sistemas
jurídicos no son así (y hay seguramente buenas razones para que no lo
sean), pero podría resultar ilustrativo preguntarse en qué sentido
haría falta y en qué habría de consistir un estándar de prueba en un
sistema jurídico que fuese estrictamente indiferente respecto a la
distribución del riesgo del error.
Esto, por cierto, nos lleva de vuelta a lo que antes llamé el primer
gran bloque de cuestiones que se planteaban en el marco de una
concepción racionalista del juicio de hecho, el de la valoración
racional de la prueba (es decir, el de aclarar la estructura de las
inferencias probatorias y los criterios que determinan la
aceptabilidad de sus conclusiones). Y aquí es preciso llamar la
atención sobre lo que me parece una perturbadora ambigüedad
perceptible en algunos de los trabajos más valiosos que se han
producido entre nosotros en los últimos tiempos acerca del
razonamiento probatorio. A veces parece que se tiende a pensar que el
proceso de valoración racional puede concluir, según los casos, o bien
con un resultado cierto o concluyente (porque entre las distintas
hipótesis sobre los hechos sólo una ha sido “confirmada” mientras que
las demás han sido “refutadas”), o bien con un resultado de duda
(porque quedan en pie hipótesis alternativas, ninguna de ellas
refutada)11. Otras veces, en cambio, se entiende que el proceso de
valoración racional no puede hacer otra cosa que atribuir grados de
confirmación a cada una de las hipótesis rivales sobre los hechos, en
cuyo caso o bien alguna de ellas tiene un grado de confirmación mayor
o bien sus grados de confirmación son iguales. A mi modo de ver, de
estas dos formas de plantear las cosas sólo la segunda es realmente
coherente con la afirmación de la naturaleza inductiva del
razonamiento probatorio, pero por ahora —sólo por ahora— podemos dejar
esta cuestión al margen. En este momento la pregunta pendiente era en
qué sentido haría falta y en qué habría de consistir un estándar de
prueba en un sistema jurídico interesado sólo en la reducción del
error y estrictamente indiferente respecto a su distribución.
Y la respuesta parece clara. En los casos en los que entre las
distintas hipótesis sobre los hechos sólo una ha sido confirmada
mientras que las demás han sido refutadas —por decirlo del primero de
los modos apuntados—, o en los que una de las hipótesis alternativas
tiene un grado de confirmación mayor —dicho ahora del segundo modo— un
sistema de esa clase no necesitaría en absoluto una regla o criterio
de decisión externo o adicional al propio proceso de valoración
racional para determinar qué debe considerarse probado12 (es decir, no
habría razón alguna para que no se limitara a tener directa e
inmediatamente por probada la “única hipótesis no refutada” o la que
“hubiese alcanzado un mayor grado de confirmación”). Por su parte, en
los casos en los que “quedaran en pie hipótesis alternativas no
refutadas” o “los grados de confirmación de las hipótesis alternativas
fueran iguales”, si el sistema desea evitar el non liquet sí que
necesitaría un criterio de decisión externo al proceso de valoración
racional: pero, dados los supuestos de partida —sólo se interesa por
la reducción del error y es estrictamente indiferente respecto a su
distribución—, carecería de razones para decantarse por alguno que no
fuese la utilización de un procedimiento puramente aleatorio.
Si en vez de hacer tal cosa articulara una “regla de cierre” a base de
distribuir de un modo u otro la carga de la prueba (y, por tanto,
entre hipótesis no refutadas o con igual grado de confirmación
considerase “no probada” la mantenida por la parte sobre la que se ha
hecho recaer dicha carga), el sistema estaría ya mostrando alguna
sensibilidad respecto al problema de la distribución del riesgo del
error. Pero sería todavía una sensibilidad mínima: estaría mostrando
que no le es indiferente sobre cuál de las partes recae el riesgo del
error sólo cuando las hipótesis rivales sobre los hechos tienen el
mismo grado de confirmación o, si se quiere, la misma probabilidad de
ser falsas. Pero el riesgo del error, si tomamos en serio el carácter
inductivo de los razonamientos probatorios, existe siempre, también
cuando las hipótesis rivales tienen probabilidades diferentes de ser
falsas: todo lo que ocurre, sencillamente, es que si se tiene por
probada sin más la hipótesis con un grado de confirmación más alto, el
riesgo del error —el riesgo de que, a pesar de todo, dicha hipótesis
sea falsa— se hace recaer automáticamente sobre la parte del proceso
que mantuvo la hipótesis a la que se ha atribuido un grado de
confirmación más bajo, sea quien sea esa parte (demandante o
demandado, acusador o acusado). Podríamos decir entonces que un
sistema jurídico (o un determinado sector del mismo) es mínimamente
sensible a la distribución del riesgo del error cuando no corrige
(porque entiende que no hay ninguna justificación para hacerlo) la
asignación del mismo que resultaría de tener por probada la hipótesis
con un grado de confirmación más alto, pero al menos dirime (no
aleatoriamente) qué parte está llamada a soportar el riesgo del error
cuando las hipótesis rivales tienen el mismo grado de confirmación. El
estándar de la prueba prevaleciente o preponderante que según suele
decirse preside el proceso civil, junto con las correspondientes
reglas sobre la carga de la prueba, integraría un sistema de este
tipo.
No es difícil explicar entonces en qué habría de consistir un sistema
jurídico (o un sector del mismo) con una sensibilidad más que mínima a
la distribución del riesgo. Será un sistema que adopte un estándar de
prueba más exigente que el de la prueba preponderante a fin de
corregir (porque entiende que existen razones de orden moral o
político para hacerlo) la asignación del riesgo del error que
resultaría del mismo. El único modo de efectuar esa corrección
consiste en no tener por probada sin más la hipótesis que tenga un
grado de confirmación mayor, sea cual sea la parte del proceso que la
mantiene, sino en tener por probada la hipótesis mantenida por la
parte que se entiende que debe quedar menos protegida del riesgo de
error sólo si satisface exigencias adicionales: por ejemplo, que
además de tener un grado de confirmación mayor alcance un quantum de
confirmación determinado; o que su grado de confirmación no sólo
supere al alcanzado por la hipótesis rival, sino que lo supere además
en una determinada medida o magnitud; o que no se enfrente a una
hipótesis rival cuyo grado de confirmación, aun siendo menor, alcance
sin embargo cierta medida o magnitud mínima. Todo lo cual, interesa
sobremanera resaltarlo, requiere que entre los grados de confirmación
de las distintas hipótesis no sólo pueda establecerse una relación
ordinal, sino que también sea posible su comparación cardinal. Pero,
sea como fuere, está claro cuál sería el efecto de correcciones como
las apuntadas: considerar probada la hipótesis mantenida por una de
las partes hace que sea la parte contraria la que soporte el riesgo
del error; así que aumentar las exigencias para considerar probada la
hipótesis que mantenga una parte determinada implicará un número menor
de declaraciones de hechos probados en favor de esa parte y por
consiguiente un número menor de ocasiones en los que la parte
contraria (la parte “protegida” por el estándar) habrá de soportar el
riesgo del error; y, dado que el estándar conduce a tener por no
probadas un cierto número de hipótesis sobre los hechos cuyo grado de
confirmación es, a pesar de todo, mayor que el de la hipótesis rival,
a largo plazo son de esperar más errores probatorios beneficiosos para
la parte protegida por el estándar de prueba que perjudiciales para
ella.
Pues bien, con todo esto comienzan por fin a estar a la vista las
piezas necesarias para articular la idea central que pretendo defender
en este trabajo. La idea básica de que la función primordial de un
estándar de prueba consiste en asignar o distribuir entre las partes
el riesgo del error en la determinación de los hechos tal vez no fue
destacada como merecía por todos los que hace ya unos años empezaron a
sentar entre nosotros las bases de una concepción racionalista del
juicio de hecho, pero sí ha sido puesta decididamente en primer plano
en algunas valiosas aportaciones bastante recientes13. Pero me parece
que, al hacerlo, no se han detectado los problemas que surgen de la
puesta en relación del modo concreto en que tendría que formularse un
estándar de prueba que pretenda articular una sensibilidad más que
mínima a la distribución del riesgo (algo, por cierto, que en
determinadas áreas del derecho parece irrenunciable por razones
morales) con el tipo de métodos, criterios o esquemas argumentativos
que al mismo tiempo, y ahora desde el punto de vista epistemológico,
se están considerando apropiados para determinar cuándo ha quedado
satisfecho dicho estándar (porque, en pocas palabras, esos métodos no
consienten comparaciones cardinales objetivables y bien definidas
entre los grados de confirmación de las distintas hipótesis en juego).
Y poner de relieve esa tensión debería llevar a mi juicio, tras
reconsiderar el rendimiento de esos métodos o criterios, a replantear
de raíz el problema de cómo debe afrontar el derecho el problema de la
distribución del riesgo del error.
La formulación de un estándar de prueba y sus problemas
Nadie discute seriamente que el razonamiento probatorio es de
naturaleza inductiva, que eso implica que a través de él no puede
alcanzarse la certeza absoluta acerca de la verdad de una hipótesis y
que, por consiguiente, el resultado que se alcanza tras el proceso de
valoración de la prueba sólo puede expresarse en términos de
probabilidad. Pero es notorio que hay interpretaciones muy distintas
de lo que quiere decir esto último, sencillamente porque hay varios
conceptos de probabilidad (varias interpretaciones acerca de qué es y
de cómo se mide). Y además no hay una taxonomía consolidada de esos
conceptos, ni una nomenclatura estable, ni siquiera un acuerdo total
acerca de los requisitos mínimos que algo debería reunir para poder
ser considerado una concepción de la probabilidad en sentido estricto14.
Pero, para lo que aquí interesa (la formulación de un estándar de
prueba), basta con apuntar que o bien se sostiene que como resultado
del razonamiento probatorio se puede expresar numéricamente el grado
de probabilidad de que una hipótesis sobre los hechos sea verdadera, o
bien se mantiene que tal cosa no es posible, aunque sí se puede
comparar el grado de soporte inductivo con que cuenta cada hipótesis
sobre los hechos a la luz de un conjunto dado de elementos de prueba.
Entre quienes recientemente se han ocupado del tema entre nosotros
parece haber un completo acuerdo en que los modelos que tratan de
reconstruir el proceso de valoración racional de la prueba manteniendo
lo primero —a los que se suele denominar, por influencia de L. J.
Cohen, “pascalianos”, o también “bayesianos”15— son insostenibles16; y
que por consiguiente la reconstrucción del proceso de valoración
racional ha de hacerse con métodos que mantienen lo segundo, como son
los de la inducción eliminativa o de contrastación o corroboración de
hipótesis (tanto si se describen en términos de “probabilidad”
—inductiva o, de nuevo siguiendo a Cohen, “baconiana”— como si se
piensa que, en rigor, el vocabulario de la probabilidad está aquí
fuera de lugar17).
Lo que hay que considerar ahora es qué tipo de problemas surgirían al
intentar formular un estándar de prueba dependiendo de que se adopte
uno u otro de los enfoques mencionados. Para considerar satisfactorio
un estándar de prueba cualquiera parece que habría de reunir cuatro
requisitos18. En primer lugar, no debe tratarse de un estándar
subjetivo, esto es, no debe ir referido a estados mentales del
juzgador —como su “pleno convencimiento”, su “ausencia de duda”...—,
algo simplemente incompatible con la concepción racionalista de la
prueba y que nos retrotraería a la concepción persuasiva de la “libre
valoración”19; y, claro está, no sólo no ha de ser subjetivo de manera
expresa, sino que tampoco debe acabar siéndolo de un modo encubierto.
En segundo lugar, debe estar formulado en términos que hagan posible
determinar a través de procedimientos intersubjetivamente controlables
cúando ha quedado satisfecho y cuándo no. En tercer lugar, su
formulación debe ser tal que de su aplicación correcta resulte
exactamente la distribución del riesgo que se reputa justificada (o,
dicho de otro modo, que de su aplicación correcta resulte exactamente
la ratio entre “falsos positivos” —casos en que se da como probado lo
que es falso— y “falsos negativos” —casos en que se da por no probado
lo que es verdadero— que se considera apropiada). Y por último, de su
aplicación debe resultar esa distribución del riesgo, pero
precisamente en razón de la calidad de los elementos de prueba y de
las inferencias probatorias que es preciso llevar a cabo a partir de
los mismos20.
La consideración de estos cuatro requisitos nos permite aceptar, sin
demasiada discusión, que, en contra de lo que pudiera parecer a simple
vista, la formulación de un estándar de prueba desde presupuestos
“pascalianos” o “bayesianos” tropieza con dificultades muy serias. En
principio, en efecto, parecería que dar por sentada la posibilidad de
expresar numéricamente el grado de probabilidad de que una determinada
hipótesis sea verdadera le sitúa a uno en las mejores condiciones para
formular un estándar de prueba: una vez tomada la decisión social
acerca de cuál es la distribución del riesgo de error que se considera
adecuada en un determinado tipo de proceso, y dado que exigir grados
mayores o menores de probabilidad de que una hipótesis sobre los
hechos sea verdadera para tenerla por probada producirá diferentes
distribuciones del riesgo de error (diferentes ratios de falsos
positivos y falsos negativos), todo consistiría en calcular el grado
de probabilidad que habría que exigir para que de ello resulte la
distribución deseada. Pero las cosas no son tan simples21. Para
empezar es difícil concebir una norma jurídica positiva real
formulando un estándar de prueba de esa manera22, con lo que
tendríamos un serio problema en relación con el tercero de los
requisitos antes mencionados. Pero sobre todo, si, en los términos de
un cálculo bayesiano, la “probabilidad inicial” refleja meramente la
“probabilidad subjetiva” del juzgador, entonces tampoco queda
satisfecho el requisito segundo23. Y en tal caso —como ha subrayado
Laudan24— desembocamos también en el incumplimiento del requisito
primero: el estándar en realidad se habrá subjetivizado y acaba
expresando el grado de confianza del juzgador en una hipótesis, no la
medida en que dicha confianza está justificada.
Pero como señalé de entrada, en cualquier caso el enfoque que entre
nosotros se considera apropiado, me atrevería a decir que sin
excepciones, es el de la metodología de la contrastación de hipótesis
(el de la “probabilidad inductiva”, o “baconiana”, para entendernos).
Así que podemos plantearnos ya lo que aquí interesa más: con qué
problemas tropieza la formulación de un estándar de prueba cuando es
éste el enfoque que se adopta.
Y para empezar habría que aclarar de qué tipo de esquemas
argumentativos estamos hablando cuando hacemos referencia a la
contrastación de hipótesis en el ámbito de la valoración racional de
la prueba. Creo que con alguna frecuencia se asume que el razonamiento
probatorio se desarrolla —como dice Ferrajoli— “conforme al mismo
esquema nomológicocausal propio de la explicación científica”25 y que
ello permitiría hablar de hipótesis sobre los hechos “confirmadas” o
“refutadas”. Pero me parece que el sentido de estas expresiones debe
ser relativizado26 y, además, que la analogía con el método de la
explicación científica, supuesto que éste sea el hipotéticodeductivo,
tiene sus limitaciones. En términos hempelianos27, la confirmación de
una hipótesis pasa por contrastar si son ciertos determinados eventos
o estado de cosas que, supuestas ciertas hipótesis auxiliares, habrían
de serlo si la hipótesis es verdadera; constatar que lo son, aporta
apoyo inductivo a la hipótesis (aunque no demuestra con certeza
absoluta que sea verdadera, puesto que otras hipótesis alternativas
podrían también dar cuenta de los mismos datos28); constatar que no lo
son, cuestiona la hipótesis siempre y cuando demos por sentado que las
hipótesis auxiliares son correctas29 (y por tanto no demuestra con
total certeza que la hipótesis sea falsa, pues pueden ser las
hipótesis auxiliares las incorrectas); así que, si tenemos en pie
varias hipótesis distintas capaces de explicar los mismos datos, todo
lo que podemos hacer es someterlas a nuevas contrastaciones para ver
si así queda cuestionada alguna de ellas (y mientras tanto, por
decirlo de algún modo, seguir confiando en la corrección de nuestras
hipótesis auxiliares, esto es, en la solidez del apoyo inductivo que a
su vez hayan acumulado para sí). Ahora bien, en el contexto de la
prueba jurídica de los hechos hay que tener en cuenta dos cosas30: que
la posibilidad de someter las hipótesis rivales a nuevas
contrastaciones no está indefinidamente abierta (como en la
explicación científica), sino que, para el juzgador —a diferencia, por
ejemplo, de lo que puede ocurrir en la fase de instrucción—, el
conjunto de datos de los que cada una de las hipótesis rivales, si es
verdadera, debe dar cuenta está cerrado; y que aquí las hipótesis
auxiliares son típicamente “máximas de experiencia” que, aunque
podamos considerar bien fundadas en el sentido de que se basan en
inducciones ampliativas sólidas, establecen asociaciones entre dos
fenómenos con un grado de probabilidad que no es comparable al de las
leyes naturales. Todo ello implica que en el contexto de la prueba
jurídica de los hechos la situación típica —y no ya la situación
excepcional que requeriría la entrada en juego, como reglas de cierre,
de las normas sobre la carga de la prueba— sea la de encontrar
hipótesis rivales capaces ambas de explicar el mismo conjunto de
datos.
Pero a menudo entendemos, eso sí, que no de explicarlas igual de bien.
En qué consiste esa diferencia, sentado que ambas son capaces de dar
cuenta del mismo conjunto de datos, es lo que se intenta articular a
través de la idea de “inferencia a la mejor explicación”31. Se ha
sostenido que, como esquema argumentativo, éste es el que mejor
reconstruye cómo debería desenvolverse el razonamiento probatorio
jurídico32. La idea básica es tan simple en su formulación como
plagada de dificultades en su fondo: que entre varias hipótesis
alternativas la que mejor explica la evidencia cuenta con mayor
probabilidad de ser verdadera, donde “explicar mejor” se define en
términos de una serie de criterios tales como la simplicidad, la
coherencia, la compatibilidad con otras hipótesis que ya consideramos
contrastadas, la ausencia de hipótesis ad hoc (definidas como aquellas
que no pueden explicar más fenómenos que aquél para cuya explicación
fueron introducidas), etc. El gran problema es que ni hay acuerdo
perfecto acerca de la lista de criterios que definirían qué cuenta
como “explicar mejor”33 ni tampoco, concedido que algunos de esos
criterios pueden entrar en conflicto34, acerca de cómo habrían de
resolverse35.
Pero seguramente no contamos con nada mejor. Recientemente se ha
sostenido que la idea de inferencia a la mejor explicación es por
completo inadecuada como estándar de prueba (y en especial, aunque no
sólo, como estándar de prueba para el proceso penal)36. La razón,
dicho sintéticamente, sería que “la mejor explicación” puede no ser lo
bastante buena desde el punto de vista del derecho como para tenerla
por probada (i.e., puede ser la mejor —o, si se quiere, menos mala— de
dos explicaciones insuficientemente plausibles); y también, a la
inversa, que la peor de dos explicaciones puede, sin embargo, ser lo
bastante plausible como para que desde el punto de vista del derecho
se considere inapropiado tener por probada la hipótesis alternativa.
Esto es sin duda cierto37. Pero creo que la crítica por una parte
yerra el blanco y por otra nos muestra algo sumamente interesante.
Yerra el blanco porque la inferencia a la mejor explicación no
pretende ser un estándar de prueba: no pretende distribuir el riesgo
del error, sino atribuir racionalmente grados de confirmación a las
distintas hipótesis. Si el procedimiento es realmente racional —si
está justificado epistémicamente— tener sistemáticamente por probada
“la mejor explicación” servirá al fin de la minimización de errores y
nada más. Como intenté explicar anteriormente, si se quiere articular
lo que llamé una “sensibilidad más que mínima” a la distribución del
riesgo del error, el único modo de hacerlo consiste precisamente en no
tener por probada sin más la hipótesis que tenga un grado de
confirmación mayor, sea cual sea la parte del proceso que la mantiene
(esto es, en sesgar de algún modo el criterio para tener una hipótesis
por probada respecto a la mera consideración de que es la que ha
alcanzado un grado de confirmación más alto, “la mejor explicación”).
No tiene sentido criticar una “metodología de contrastación de
hipótesis” por no distribuir el riesgo del error de un modo que
consideremos apropiado: simplemente, su función no es esa38.
Ahora bien, aunque la crítica vaya desencaminada, a mi modo de ver
pone de relieve algo del mayor interés. Si los métodos con los que
contamos para establecer qué grado de confirmación o apoyo inductivo
obtiene una hipótesis de un conjunto de elementos de prueba sólo nos
habilitan para establecer entre ellas una relación ordinal, entonces
cualquier intento de formular un estándar de prueba que pretenda
articular una sensibilidad más que mínima a la distribución del riesgo
del error —algo que nos parece irrenunciable, p. ej., para el proceso
penal— está llamado a incumplir algunos de los requisitos que
idealmente debería satisfacer. Por ejemplo, si consideramos que para
tener por probada la hipótesis de la culpabilidad deben haberse
refutado todas las demás hipótesis “plausibles”39 (lo que permite
tenerla por probada aunque haya quedado sin refutar una hipótesis
“implausible” o “no suficientemente plausible”), o que existan
elementos de prueba “muy difíciles” de explicar si el acusado fuese
inocente y a la vez no existan elementos de prueba “muy difíciles” de
explicar si el acusado fuera culpable40, el estándar de prueba
resultante incumpliría los tres primeros de los cuatro requisitos
reseñados en su momento: no habría garantía de que de su aplicación
resulte exactamente la distribución del riesgo que se reputa correcta
(tercer requisito); no la habría porque no parecen estar a nuestro
alcance procedimientos intersubjetivamente controlables que nos
indiquen cuándo ha quedado satisfecho y cuándo no (segundo requisito);
y precisamente porque no disponemos de ellos, y aunque el estándar no
se estaría formulando en términos que vayan referidos al
convencimiento del juzgador, parece inevitable que se acabe
produciendo su subjetivización encubierta41. Y el problema se hace aún
más visible si se admite que se necesitaría distinguir no ya entre un
mero estándar de prueba prevaleciente o preponderante y el estándar
más sensible a la distribución del riesgo del proceso penal, sino toda
una gama de estándares de prueba diversos para distintas decisiones
sobre la prueba en distintos contextos (lo que obligaría a establecer
gradaciones dentro de lo “no suficientemente plausible” o de lo “muy
difícil de explicar”)42.
Conclusión: hacia un enfoque no benthamiano
Pero lo que persigo no es proponer una conclusión escéptica, sino
sugerir un cambio de enfoque: no que el derecho no puede distribuir
adecuadamente el riesgo del error en la determinación de los hechos
probados, sino que debe intentar hacerlo de otra manera. Larry Laudan
ha mantenido—bajo el rótulo de “principio de indiferencia”— que una
vez formulado un estándar de prueba que distribuya el riesgo del error
de la manera que se considere apropiada debe eliminarse cualquier
regla específica sobre admisibilidad de elementos de prueba o que
condicione la libre valoración de la misma que esté animada por el fin
de la distribución del riesgo (esto es, que pretenda sesgar la ratio
entre “falsos positivos” y “falsos negativos” a favor de una de las
partes), porque lo contrario sería “contar dos veces” el valor de ese
fin43. Pero me parece que se puede dar la vuelta al argumento: si el
estándar de prueba no es capaz de distribuir adecuadamente el riesgo
del error, no intentar hacerlo mediante reglas concretas (de
admisibilidad de elementos de prueba, sobre la carga de la prueba, que
condicionen el valor de ciertos medios de prueba a su corroboración
por otro medio de prueba distinto, etc.44) puede acabar equivaliendo a
no contar el valor de ese fin ninguna vez45.
El resultado sería un tipo de regulaciones sobre la prueba exactamente
de la clase que Bentham repudiaba. Pero, en realidad, la posición
benthamiana no era sino una vehemente defensa de una forma de
conseguir el objetivo de la reducción del error. El problema de la
distribución del riesgo del error, por así decirlo, simplemente
quedaba fuera de su perspectiva. Y si se le da entrada,
paradójicamente, incluso sería posible encontrar en Bentham argumentos
a favor de un enfoque como el que propongo: porque las decisiones
sobre la distribución del riesgo del error son decisiones morales y la
cuestión es quién debe tomarlas. Si no es el legislador, serán los
jueces46 (cuando hagan sus interpretaciones de estándares de prueba
formulados en términos de lo que es o no “plausible”, o lo que lo es
más o es menos, interpretaciones que se traducirán en cosas tales como
criterios acerca de cuándo es admisible un testimonio de referencia
contra el imputado, o condenar sólo sobre la base de la declaración de
la víctima, o sólo sobre la base del testimonio de un coimputado,
etc.). Un resultado, en esto sí, muy poco del gusto benthamiano.
Discutir exactamente cómo, en qué casos y por qué ir asignando de un
modo u otro el riesgo del error a través de normas específicas
constituye, hasta donde yo sé, un campo de investigación prácticamente
virgen. Pero si se comparten los argumentos aquí expuestos a favor de
explorarlo, quizá haya llegado el momento en que los filósofos del
derecho empiezan a ocuparse de la prueba no desde la epistemología,
algo que ya han hecho y desde donde tal vez no puede decirse mucho
más, sino desde la filosofía moral y política.
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11. Entre todos ellos, creo que es de justicia destacar las
aportaciones de P. Andrés Ibáñez recogidas ahora en Andrés Ibáñez
2005; Gascón 1999; González Lagier 2003a y 2003b; Ferrer 2002 y 2007;
o Igartua 1995 y 2003. Como también lo es, me parece, hacer mención de
la influencia decisiva que obras como Ferrajoli 1995 [1989] y Taruffo
2002 [1992] han ejercido entre los teóricos del derecho españoles que
se han ocupado de estos temas. Las ideas que se resumen apretadamente
en los dos próximos párrafos están expuestas y desarrolladas con todo
el detalle necesario en los textos citados, como reconocerá con
facilidad cualquier lector familiarizado con los mismos.
22. Por descontado —y por desgracia— eso no quiere decir aún que
nuestra cultura jurídica las haya asimilado adecuadamente ni que la
práctica de nuestros tribunales haya introducido ya, de manera
habitual y generalizada, todas las correcciones que dicha asimilación
requeriría, así que la insistencia en esas ideas sin duda sigue siendo
oportuna como cuestión de “política de la cultura” (de la cultura
jurídica, en este caso). Lo que quiero decir, tan sólo, es que en el
plano de la teoría no es de esperar que la reiteración en la denuncia
de la concepción persuasiva del juicio de hecho y su larga lista de
corolarios pueda aportar un genuino valor añadido respecto al trabajo
ya producido.
3. Lo que, de paso, mostraría la ausencia de una diferencia de calidad
entre prueba directa y prueba indirecta —distinguibles sólo por el
número de pasos inferenciales de que constan una y otra— y las
situaría en paridad en cuanto a exigencias de motivación se refiere.
4. Y sólo en atención a estas dos ideas básicas podría hablarse con
sentido de un hiato entre “verdad jurídica o procesal” y verdad
material (o verdad a secas). Por un lado, porque la naturaleza
inductiva del razonamiento probatorio hace que pueda estar justificada
la creencia de que es verdadero un enunciado sobre los hechos que en
realidad no lo es (y, en consecuencia, que pueda ser jurídicamente
procedente declarar como hecho probado lo que no es verdad que haya
acontecido). Por otro, porque la protección por parte del derecho de
fines distintos de la averiguación de la verdad puede obligar al
juzgador a tener por probado lo que con arreglo a criterios
estrictamente epistemológicos no estaría justificado creer que es
verdadero (o incluso estaría justificado creer que no lo es), o, a la
inversa, a tener por no probado lo que estaría justificado creer que
es verdadero de conformidad con esos criterios. No obstante, debo
advertir que tras estas afirmaciones, que en línea de principio
parecen y creo que suelen considerarse claras, se esconden algunos
problemas sobre los que he de volver más adelante.
5. O quizá mejor tres, si se toma conciencia de la importancia de un
problema que antecede conceptualmente al de la valoración racional de
la prueba. Como señalan oportunamente González Lagier 2003a, Ferrer y
González Lagier 2003 y González Lagier 2007, una concepción
racionalista del juicio de hecho requiere como paso previo un análisis
conceptual suficientemente refinado de las distintas clases de hechos
que pueden ser objeto de prueba en un proceso. Y ello por una razón
muy sencilla: cuando entran en juego conceptos altamente dependientes
de nuestras interpretaciones y convenciones —como “acción intencional”
o “no intencional”, “omisión” o “causalidad”, por mencionar algunos
cuya relevancia para el derecho es incuestionable— hay que dilucidar
con claridad qué hay de comprobación empírica y qué de adscripción en
la prueba de hechos conceptuados de ese modo y cuáles serían los
criterios de adecuación de los conceptos correspondientes, porque dado
que “la prueba es relativa a la red conceptual con la que tratamos de
comprender el mundo” (González Lagier 2007: 5), con los mismos
elementos de prueba y los mismos criterios epistémicos de valoración
obtendríamos resultados probatorios distintos (p. ej., que hubo
relación de causalidad o que no la hubo) dependiendo de cuál sea la
definición de los conceptos que empleemos. Pero aun siendo consciente
de lo mucho por hacer en este terreno (que tiene que ver con la
demarcación entre quaestio facti y quaestio iuris o, por decirlo de
otro modo, entre problemas de prueba y problemas de calificación) y
del mucho interés que tendría hacerlo, en este trabajo no abordaré en
absoluto esta cuestión.
6. Sigo aquí con cierta libertad a Stein, 2005: 13; Redmayne, 2006:
805806; Laudan, 2006: 12; y Ho, 2008: 173185. Y desde luego, en su
estructura general, a Ferrer, 2007.
7. Normas acerca de la admisibilidad o no de ciertos elementos de
prueba, del valor que el juzgador debería atribuirles o que,
directamente, impongan un resultado probatorio cuando concurran
determinadas circunstancias; y que, en este caso, no serían en
absoluto “contraepistémicas”, sino que, al contrario, de ser cierto
que constituyen la mejor estrategia para la reducción del error,
tendrían precisamente una justificación epistemológica (además de la
que en su caso pudieran tener, como se verá más adelante, desde el
punto de vista de la distribución del riesgo del error).
8. Como se sabe, para Bentham toda regla que interfiriera o
condicionara los principios de admisibilidad de cualquier prueba
relevante y libre valoración era un obstáculo inadmisible a la
búsqueda de la verdad y debería ser abolida (cfr., Hart, 1982: 31 ss.;
Moreso, 1992: 353355), de manera que —como recuerda Pardo, 2005: 325—
“the field of evidence” fuese simplemente “the field of knowledge”. Un
punto de vista fuertemente crítico de la postura de Bentham puede
encontarse en Stein, 2005: especialmente 183197.
9. En cuanto al problema epistémico (esto es, estrictamente en
términos de minimización del riesgo de error), no me parece obvio que
la primera estrategia sea sistemáticamente superior y no acabo de ver
claros los argumentos que esgrime Jordi Ferrer para defender el
principio general de admisibilidad de toda prueba relevante. En
efecto, Ferrer sostiene que la existencia de reglas de exclusión de
pruebas relevantes —que pretendan contar con una justificación
epistemológica, no con una basada en fines distintos de la búsqueda de
la verdad— está “claramente injustificada” (epistémicamente), de modo
que “o bien la prueba es irrelevante y debe ser excluida por ello, o
bien es relevante y procede su admisión” (Ferrer, 2007: 85). Pero,
hasta donde acierto a ver, el único argumento aducido en apoyo de esa
tesis es que “el aumento de información relevante aumenta, ceteris
paribus, la probabilidad de que se adopte una decisión [en la que] se
declaren probados enunciados verdaderos sobre los hechos” (Ferrer,
2007: 84). Si en esa afirmación eliminamos la cláusula ceteris paribus,
lo que se dice no es necesariamente cierto (como admite de hecho el
propio Ferrer: ibid.); y lo que Ferrer no aclara es cuál sería el
contenido de esa cláusula ceteris paribus (que obviamente no puede ser
algo parecido a “salvo en los casos en que no es así”, en cuyo caso la
afirmación sería una tautología vacua).
En el plano moral, la cuestión es si resulta admisible decidir sobre
la prueba de los hechos siguiendo un procedimiento que se justificaría
por sus consecuencias agregadas en términos de reducción de errores,
con independencia de lo que ello suponga en cada proceso concreto para
cada parte concreta (cfr. Ho, 2008: 183184).
1010. Aunque a veces —como explica Ferrer 2007: 7273— puede
encontrarse también una justificación epistemológica indirecta para
ciertas reglas de exclusión que, en principio, parecen justificables
sólo en atención a fines distintos de la búsqueda de la verdad.
1111. Por ejemplo, Ferrajoli afirma que —en el proceso penal—
“mientras la hipótesis acusatoria prevalece sólo si está confirmada,
las contrahipótesis prevalecen con sólo no haber sido refutadas”,
entrando en juego el principio in dubio pro reo como “norma de
clausura sobre la decisión de la verdad procesal” cuando “no resultan
refutadas ni la hipótesis acusatoria ni las hipótesis en competencia
con ella” (Ferrajoli 1995 [1989]: 151). Pero la idea de hipótesis
“confirmadas” o “refutadas” (sic et simpliciter) parece difícil de
conciliar con la admisión simultánea de que “ni siquiera las
contrapruebas, al ser sólo probables, garantizan la falsedad objetiva
de la hipótesis incompatible con ellas” (ibid.), de que “todas las
controversias judiciales fácticas pueden ser concebidas [...] como
disputas entre hipótesis explicativas contradictorias [...] pero ambas
concordantes con las pruebas recogidas” (Ferrajoli 1995 [1989]: 53) y,
sobre todo, con la decidida postulación de la idea misma de que la
conclusión del razonamiento probatorio tiene “el valor de una
hipótesis probabilística” cuya verdad está “sólo probada como
lógicamente probable o razonablemente plausible de acuerdo con uno o
varios principios de inducción” (ibid.; las cursivas son del
original). Todo esto quiere decir, a mi juicio, que aquí el lenguaje
de la “confirmación” y la “refutación” debe ser evitado y reemplazado
sistemáticamente por el de los “grados de confirmación”. Volveré sobre
este punto más adelante.
12. Marina Gascón y Jordi Ferrer han sostenido que aunque por supuesto
un estándar de prueba sirve para distribuir el riesgo del error, antes
que para eso sirve para indicar cuándo está justificado aceptar como
verdadera una determinada hipótesis acerca de los hechos (cfr. Gascón,
2005: 129; Ferrer, 2007: 80 y 8384). Su idea sería que con criterios
puramente epistemológicos sería posible determinar cuál es el grado de
probabilidad de que una hipótesis sea verdadera, pero no cuándo ese
grado es suficiente para aceptarla como verdadera. Eso implica asumir
una posición contextualista acerca del conocimiento o de la
justificación de creencias que efectivamente tiene sus defensores en
epistemología (cfr. Wedgwood, 2008) y que se esgrime esencialmente
como respuesta al desafío del escepticismo (e incluso, como en el caso
de Lewis, 1996, para buscar una salida a la paradoja de Gettier: sobre
el éxito del intento, vid. Brogaard, 2004). Pero no creo que en el
contexto de nuestra discusión sea preciso asumir un compromiso teórico
tan fuerte. Si lo que en el fondo se quiere resaltar es que “la
epistemología no puede determinar los estándares de prueba” (Ferrer,
2007: 80) —lo que puede concederse sin problema alguno, dado que
difícilmente podrían ser razones epistemológicas las que determinaran
de qué forma debe distribuirse el riesgo del error— creo que bastaría
con decir que lo que la epistemología no puede hacer es determinar
cuál es el grado de probabilidad de que una hipótesis sea verdadera
que resulta suficiente no para “aceptarla como verdadera”, sino para
“tenerla por probada” (que puede ser, si el estándar de prueba
correspondiente así lo determina, algo más de lo que, fuera del
proceso, haría falta para aceptarla como verdadera). Puede que esto
obligue a hacer algún ajuste en un análisis del tipo de actitud
proposicional del juzgador conectada con la afirmación de que un
enunciado sobre los hechos está probado como el mantenido en Ferrer
2002 y 2006.
13. Tengo en mente sobre todo Gascón 2005 y Ferrer 2007. Este
planteamiento es también un eje central de Laudan 2006.
14. Una presentación de la cuestión que encuentro muy útil es la de
Hájek, 2007.
15. Vid. Cohen, 1977. En realidad, hablar indistintamente de
“pascalianos”, “bayesianos” o incluso (como hace Gascón, 1999: 162) de
“modelo matemáticoestadístico” supone manejar indiferenciadamente las
ideas de probabilidad como frecuencia estadística y probabilidad
subjetiva. Pero aquí pueden pasarse por alto todas esas
complicaciones.
16. Cfr. Gascón, 1999: 162172; Ferrer, 2007: 98120.
17. Paul Roberts y Adrian Zuckerman, por ejemplo, han escrito que
“incluso un admirador de los procesos de razonamiento que describe
Cohen podría preguntarse en qué sentido son ‘probabilísticos’, mas
allá de la obviedad de que suponen razonar bajo incertidumbre” (Roberts
y Zuckerman, 2004: 123). Pero ello presupone lo que se discute: que
sólo puede hablarse con sentido de nociones de probabilidad que
satisfagan los axiomas del cálculo de probabilidades.
18. Vid. Laudan, 2006: 87 y 81(que sigo con alguna reelaboración). Una
enumeración parecida pero no exactamente igual puede verse en Ferrer,
2007: 146.
19. Esto es, el estándar debe decirle al juzgador cuándo estaría
justificado que declarase probado un hecho, no que lo declare probado
si ha alcanzado un determinado grado de convencimiento al respecto.
20. Como señala Michael Pardo, decidir completamente a espaldas de los
elementos de prueba y simplemente con arreglo a un procedimiento
aleatorio en el que la probabilidad de obtener un resultado u otro
hubiese sido adecuadamente ajustada también distribuiría los errores
con arreglo a la ratio deseada (Pardo 2007: 360 n. 88 y 376).
21. Para empezar, y aunque no sea lo más importante, porque la ratio
final de los distintos tipos de error —falsos positivos y falsos
negativos— depende no sólo del estándar de prueba adoptado sino
también, por ejemplo en el contexto del proceso penal, de la
proporción de inocentes y culpables que llegan a juicio: cfr. Laudan,
2006: 73.
22. Vid. Ho, 2008: 181.
23. Habría que matizar mucho más si lo que se maneja es, por el
contrario, la idea de probabilidad como frecuencia estadística. Se
suele decir que el problema esencial de la probabilidad como
frecuencia estadística es la elección de la clase de referencia, que,
en la medida en que se considere arbitraria, permitiría también
mantener la crítica de subjetivismo (cfr. Allen y Pardo, 2007a). Pero,
aparte de que se podría discutir si el argumento no estará probando
demasiado –en el sentido de que la crítica contaminaría cualquier
clase de razonamiento que hiciera uso de generalizaciones (cfr.
Schmalbeck, 1986; Schoeman, 1987; Schauer, 2003: cap. 3; Tillers
2005), con lo que, de haber algo que objetar a los razonamientos
probatorios basados en la “nuda probabilidad estadística”, serían
razones de orden moral, no epistémicas (cfr. Thomson, 1986; Dant,
1988; Wasserman, 1991)—, puede ocurrir que lo que el derecho exige que
se pruebe sea precisamente una determinada probabilidad como
frecuencia estadística.
24. Laudan, 2006: 7681; también Pardo, 2007: 361.
25. Ferrajoli, 1995 [1989]: 53 (y 141 ss.). En sentido similar, vid.
Comanducci, 1999: 111113.
26. Sobre la utilización de estos términos por parte de Ferrajoli,
vid. supra, nota 11. En Gascón, 1999: 179187 se habla de los
requisitos de la confirmación y la no refutación para determinar si es
aceptable una hipótesis sobre los hechos (e incluso de hipótesis
“verificadas”: p. 185), pero la confirmación se trata en todo momento
como confirmación suficiente y de la refutación se dice que la
producirían “hechos que —de existir— invalidarían (o harían menos
probable) la hipótesis” (p. 185; la cursiva es mía). También González
Lagier, 2003b: 43 se refiere al requisito de la no refutación,
afirmando que una hipótesis es refutada directamente “cuando su verdad
resulta incompatible con otra afirmación que se ha dado por probada”
(lo que, como él mismo admitiría, no quiere decir sino que el grado de
probabilidad de que esa otra afirmación sea verdadera es
suficientemente alto); y que es refutada indirectamente “cuando
implica una afirmación que se demuestra que es falsa (o poco probable)”
(la cursiva es mía).
27. Como los que asume, por ejemplo, Jordi Ferrer para explicar la
“metodología de la corroboración de hipótesis”: vid. Ferrer, 2007:
126138.
28. Lo que no es sino recordar el principio quineano de
indeterminación de la teoría por la evidencia.
29. Para un tratamiento muy ilustrativo del problema de las hipótesis
auxiliares como dificultad para el programa falsacionista del
empirismo, vid. Leiter, 1997: 8788.
30. Llama la atención sobre ellas el propio Ferrajoli, 1995 [1989]:
145146.
31. Cfr. Harman, 1965; Lipton, 1991. En su trabajo seminal, Harman
afirmaba expresamente que la inferencia a la mejor explicación
“corresponde aproximadamente a lo que otros han llamado abducción” (y
también, entre otros rótulos más, a “inducción eliminativa”: Harman,
1965: 8889). En este punto la terminología no es estable. Lo que
importa es distinguir con claridad entre el proceso de conjeturar o
formular hipótesis y el proceso de su contrastación para establecer su
grado de confirmación. Hay quien habla de “abducción” para referirse a
ambos (p. ej., Josephson, 2001: 1621); quien utiliza ese término para
referirse esencialmente al primer proceso (p. ej., Bonorino, 1993); y
quien lo hace para aludir al segundo (p. ej., González Lagier, 2003b:
38). Y también quien habla indistintamente de “abducción” e
“inferencia a la mejor explicación” para referirse a ambos procesos
(p. ej., Tuzet, 2004: 279); y quien lo hace para referirse al segundo
(como ocurre en el caso de Harman). Aquí se habla de inferencia a la
mejor explicación haciendo referencia al proceso de contrastación de
hipótesis a fin de establecer su grado de confirmación.
32. Entre nosotros, expresamente, Iturralde, 2003: 351. También lo han
venido sosteniendo desde hace algunos años Ronald Allen y Michael
Pardo: vid. Allen, 1991; Allen, 1997; Allen y Pardo, 2007b: 314317;
Pardo, 2007: 379383; y, en profundidad, Pardo y Allen, 2008.
33. Lo subraya Laudan, 2007: 296, que enumera varias listas de
criterios sólo parcialmente coincidentes postuladas por distintos
defensores de la idea de inferencia a la mejor explicación.
34. Vid. Thagard, 1978: 92; Pardo y Allen, 2008: 230.
35. Hasta el punto de que David Schum ha afirmado que cuando hablamos
de inferencia a la mejor explicación “podemos no tener ningún criterio
establecido [settled] para decir qué es la ‘mejor’ explicación” (Schum,
2001: 1659).
36. Cfr. Laudan, 2007: 297306. Se adhiere a esa crítica Ferrer, 2007:
147, n.132.
37. De hecho Allen y Pardo, que son blanco directo de la crítica de
Laudan, admiten sin problema que, en esto, Laudan tiene razón: cfr.,
p. ej., Allen y Pardo 2007b: 316317; y Pardo, 2007: 381382.
38. En el fondo lo que estaría criticando Laudan sería un estándar de
prueba que, redundantemente respecto al resultado del proceso de
valoración racional (i.e., sin corregirlo o sesgarlo de ningún modo),
dispusiese tener siempre por probada la hipótesis que hubiese
alcanzado un grado de confirmación más alto (en suma, que fuese
insensible a la distribución del riesgo del error). Pero quienes
defienden la inferencia a la mejor explicación como método de
valoración racional no tienen por qué proponer eso (en especial, no
tienen que proponerlo para cualquier tipo de proceso, incluido, por
ejemplo, el penal).
39. Cfr. Laudan, 2006: 82; Ferrer, 2007: 147; Pardo y Allen, 2008: 238
40. Laudan, 2006: 82.
41. Vid. Fernández López, 2007: 3.
42. Que haría falta formular una pluralidad de estándares de prueba
diversos, más allá de la distinción entre uno aplicable genéricamente
en el proceso civil y otro aplicable genéricamente en el proceso
penal, es algo que suscriben Laudan, 2006: 5457; Ferrer, 2007:
139141; o Ho, 2008: 213220. Pero para hacer patentes los problemas a
los que ello daría lugar —no sé si subestimados por autores como los
mencionados—, basta con reparar en las dificultades en las que han
incurrido quienes han tratado de explicitar el contenido del estándar
probatorio de la “clear and convincing evidence”, que rige en algunos
procesos civiles en el derecho anglosajón y se supone más exigente que
el de la probabilidad preponderante aunque menos que el de la prueba
“más allá de toda duda razonable”: por ejemplo, Mary Dant lo traduce
en la exigencia de que la hipótesis que se declara probada sea
“significativamente mejor” que la rival (Dant, 1988: 61); y Pardo y
Allen, en que sea “suficientemente más plausible” (Pardo y Allen,
2008: 239).
43. Laudan, 2006: 76, 124. Pardo, 2007: 372373.
44. Vid. una enumeración de técnicas posibles para conseguir una
determinada asignación del riesgo de error a través de normas
específicas en Stein, 2005: 133140.
45. Un planteamiento parecido a éste puede verse en Pardo, 2007:
372373.
46. Pone en primer plano este problema Stein, 2000.
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